El Pleno del Tribunal Constitucional compuesto por don Alvaro Rodríguez Bereijo, Presidente; don José Gabaldón López, Vicepresidente, don Fernando García-Mon y González-Regueral, don Vicente Gimeno Sendra, don Rafael de Mendizábal Allende, don Julio Diego González Campos, don Pedro Cruz Villalón, don Carles Viver Pi-Sunyer, don Enrique Ruiz Vadillo, don Manuel Jiménez de Parga y Cabrera, don Javier Delgado Barrio y don Tomás S. Vives Antón, Magistrados, ha pronunciado
EN NOMBRE DEL REY
la siguiente
SENTENCIA
En los recursos de inconstitucionalidad acumulados núms. 1.220/89, 1.232/89, 1.238/89, 1.239/89, 1.260/89 y 1.268/89 promovidos, respectivamente, por el Gobierno Vasco, la Junta de Andalucía, el Gobierno de Canarias, la Generalidad de Cataluña, la Junta de Galicia y el Parlamento de Cataluña, contra la Ley 4/1989, de 27 de marzo, de Conservación de los Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestres; en los conflictos positivos de competencia, asimismo acumulados, 95/90, 163/90, 170/90, 172/90 y 209/90, promovidos, respectivamente, por la Comunidad Autónoma de Castilla y León, el Gobierno Vasco, el Consejo de Gobierno de la Diputación General de Aragón, el Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña, y el Consejo de Gobierno de las Islas Baleares, contra el Real Decreto 1.095/1989, de 8 de septiembre, por el que se declaran las especies objeto de caza y pesca y se establecen normas para su protección; en el conflicto positivo de competencia núm. 162/90, promovido por el Gobierno Vasco, contra el Real Decreto 1.118/1989, de 15 de septiembre, por el que se declaran las especies objeto de caza y pesca comercializables; en el conflicto positivo de competencia 210/90, interpuesto por la Diputación Regional de Cantabria contra los dos Reales Decretos antes mencionados; y en el conflicto positivo de competencias 1.938/90, promovido por el Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña contra el Real Decreto 439/1990, de 30 de marzo, por el que se regula el Catálogo Nacional de Especies Amenazadas. Ha comparecido el Gobierno de la Nación representado y defendido por el Abogado del Estado, y ha sido Ponente el Magistrado don Rafael de Mendizábal Allende, quien expresa el parecer del Tribunal.
I. Antecedentes
1. A) El 26 de junio de 1989 se registró con el núm. 1.220/89 el recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica 4/1989, de 27 de marzo, sobre Conservación de los Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestres, interpuesto por el Gobierno Vasco, pretendiendo que se declare la inconstitucionalidad de la Disposición adicional quinta, en cuanto declara básicos los arts. 6; 19.1, último inciso; 21.3 y 4; 22; 23; 25; 28.4; 34; 35.1, 2 y 4; y 39.3, así como del art. 8 y de la Disposición final segunda.
Dos días después se presentó otro recurso de igual clase contra la misma Ley Orgánica por la Junta de Andalucía, que recibió el núm. 1.232/89, en el cual se suplica que se declare la nulidad de los arts. 4; 5; 8; 9.3; 15; 21, apdos. 1, 3 y 4; 22 y 25, así como las Disposiciones adicionales cuarta y quinta más el art. 19 en conexión con los anteriores.
Simultáneamente se recibió el recurso de inconstitucionalidad formulado por el Gobierno de Canarias, siendo numerado con el 1.238/89, en solicitud de que fuera declarada la inconstitucionalidad y nulidad de los arts. 4; 5; 6; 7; 8; 10; 11; 12; 13; 14; 15; 16; 17; 18 y 19; 21.3; 33; 34 y 35 de la Ley Orgánica 4/1989.
La Generalidad de Cataluña interpuso, a su vez, el mismo día 28 de junio, otro recurso de inconstitucionalidad, registrado al núm. 1.239/89, también contra la Ley 4/1989, donde se demanda que se declare la inconstitucionalidad y consiguiente nulidad de los arts. 1; 4; 5; 6 y 8; 10.1; 12; 13; 14; 15; 16; 17; 18; 19; 21; 22; 23; 24 y 25; 26.2 y 28.4; 29, primer párrafo; 30 y 31; 33.4; 35; 36.1.b) y 3; 38; 39 y 41, así como las Disposiciones adicionales primera, segunda, tercera, quinta y sexta con la transitoria segunda.
El 30 de junio, con el núm. 1.260/89, entró un cuarto recurso de inconstitucionalidad contra la tantas veces mencionada Ley Orgánica, esta vez suscrito por la Junta de Galicia, pidiendo que se declare la inconstitucionalidad de los arts. 4; 5; 8 y 19; 21.3; 30; 34 y 35, «así como de aquellos otros que guarden conexión o vinculación causal con los impugnados, declarando, en consecuencia, su nulidad».
Simultáneamente al precedente, el Parlamento de Cataluña presentó otro recurso de inconstitucionalidad (núm. 1.268/89) cuyo objeto era la ley Orgánica 4/1989 y en la súplica del escrito inicial pretende que se declare la inconstitucionalidad de los arts. 4; 5 y 8; 10.1; 15; 19; 21; 22; 23; 24; 25; 33; 35 y 36, así como las Disposiciones adicionales segunda, quinta y sexta más la transitoria segunda, «por vulnerar el bloque de la constitucionalidad en orden a la atribución y reconocimiento de competencias».
B) Con el núm. 95/90 fue registrado el día 12 de enero de 1990 un último recurso de inconstitucionalidad interpuesto por la Junta de Castilla y León contra los arts. 3.1; 4.2; 5; 6 y 7, así como las Disposiciones adicionales primera y segunda del Real Decreto 1.095/1989, de 8 de septiembre, cuya nulidad se solicita como pretensión principal, aun cuando subsidiariamente se pida que no sean de aplicación en la antedicha Comunidad Autónoma.
Respecto del mismo Real Decreto promovió el Gobierno Vasco conflicto positivo de competencia frente al Gobierno de la Nación, pretendiendo que se declare que la competencia ejercida en los arts. 1.1; 3.1, 4.1 y la Disposición adicional segunda pertenece a la Comunidad Autónoma del País Vasco, así como que se declare la nulidad de la Disposición adicional primera. La demanda fue registrada el 18 de enero de 1990 al núm. 163/90.
El Consejo de Gobierno de la Diputación General de Aragón planteó otro conflicto de la misma clase al día siguiente (núm. 170/90), en el cual impugna el Real Decreto antedicho salvo sus arts. 2, 4, apartado 4, la Disposición derogatoria y las Disposiciones finales, pidiendo que se declare que la Comunidad Autónoma de Aragón es competente para realizar el desarrollo reglamentario protagonizado por ese Real Decreto, así como la existencia por dicha razón de la correspondiente invasión estatal de la competencia exclusiva de la Comunidad Autónoma de Aragón en la materia a que se refiere.
Por su parte, el conflicto positivo de competencia registrado el mismo día 19 al núm. 172/90 trae causa también del Real Decreto 1.095/1989. El Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña pretende que se declare que la competencia controvertida le corresponde, declarando a su vez nula y sin efecto la calificación de normativa básica contenida en la Disposición adicional primera en lo que le concierne (arts. 1.1; 3.1; 4.2 y la Disposición adicional segunda).
A su vez el Consejo de Gobierno de la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares promovió otro conflicto similar contra el mismo Real Decreto 1.095/1989, que presentó el 26 de enero, siéndole adjudicado el núm. 209/90, en súplica de que se declare que la competencia discutida corresponde a la dicha Comunidad Autónoma, anulando los arts. 1; 3 párrafo 1; 4 párrafo 2; 7 y las Disposiciones adicionales primera y segunda.
C) El mismo Real Decreto 1.095/1989 y el 1.118/1989, de 13 de septiembre, fueron objeto de impugnación simultánea, dando lugar a un conflicto positivo de competencia, por el Gobierno de la Diputación de Cantabria, registrado el 26 de enero al núm. 210/90 cuya súplica contiene la pretensión de que se declare que la competencia ejercida por el Estado en los arts. 1.1; 3.1; 4.1 y la Disposición adicional segunda del Real Decreto 1.095/1989 así como en los arts. 1; 2.1 y 4 del Real Decreto 1.118/1989, pertenece a la Comunidad Autónoma de Cantabria y, en consecuencia, se declaren nulas las Disposiciones adicionales primera y cuarta respectivamente.
El Real Decreto 1.118/1989 originó el conflicto de la misma clase planteado por el Gobierno Vasco el 18 de enero, al cual correspondió el núm. 162/90, en súplica de que se declare que la competencia ejercida en los arts. 1; 2.1 y 4 pertenece a la Comunidad Autónoma del País Vasco.
D) Finalmente, el Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña impugnó el Real Decreto 439/1990, de 30 de marzo, por el que se regula el Catálogo Nacional de Especies Amenazadas. La demanda del conflicto positivo de competencia fue presentada el 26 de julio y recibió el ordinal 1.938/90. En la súplica se dice que la competencia controvertida corresponde a la Generalidad de Cataluña y que se declare nula y sin efecto la calificación de normativa básica contenida en la Disposición adicional primera.
2. Las Secciones a quienes fueron correspondiendo por reparto los antedichos recursos de inconstitucionalidad (Primera, Segunda y Tercera) dictaron una serie simétrica de providencias, dos el día 3, una el 5, otras dos el 17 y una más el 19 de julio admitiendo a trámite las demandas respectivas, a la vez que se daba traslado de ellas al Congreso de los Diputados y al Senado, por conducto de sus Presidentes, así como al Gobierno de la Nación, a través del Ministro de Justicia para que, en el plazo de quince días, pudieran personarse en los procesos y formular las alegaciones que estimaran oportunas y mandando publicar en el «Boletín Oficial del Estado» los edictos donde se anunciaba la interposición de los seis recursos. El Presidente del Congreso comunicó que no haría uso de las facultades de personarse y formular alegaciones, aun cuando pusiera a disposición de este Tribunal las actuaciones parlamentarias que pudiere necesitar. En cambio, el Presidente del Senado se personó en todos los procesos ya mencionados y ofreció su colaboración a los efectos del art. 88.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.
Por su parte, el Abogado del Estado se personó el 11 de julio de 1989 en tres de los recursos (1.220, 1.232 y 1.239/89), solicitando su acumulación. Lo mismo pidió al personarse el 25 de julio en los otros tres (1.238, 1.260 y 1.268/89). Una vez oídas las demás partes respecto de tal petición, el Pleno de este Tribunal, en Auto de 17 de octubre, acordó que los cinco últimos por su numeración fueran acumulados al primero, el núm. 1.220/89, y concedió al Abogado del Estado un nuevo plazo para que pudiera formular las alegaciones conducentes a la defensa de su posición procesal.
La Sección Primera, a su vez, admitió a trámite el recurso de inconstitucionalidad núm. 95/90, en providencia de 29 de enero de ese año, aun cuando no como tal sino como conflicto positivo de competencia. Por su parte, las cuatro Secciones del Tribunal, en una serie de providencias, cuatro del 29 de enero, dos del 12 de febrero y otra del 17 siguiente, admitieron todos los conflictos de competencia más arriba relacionados, dando traslado de las respectivas demandas y mandando publicar la incoación de cada uno de ellos en el «Boletín Oficial del Estado» y en los «Boletines Oficiales» de las Comunidades Autónomas respectivas, al tiempo que se libraban otros tantos oficios al Presidente del Tribunal Supremo.
El Abogado del Estado se personó el 8 de febrero en los cinco primeros conflictos, solicitando su acumulación, como también la solicitó al personarse el 22 de febrero en los otros dos. Una vez oídas las partes promotoras sobre tales peticiones, el Pleno del Tribunal, en Auto de 27 de marzo, acordó la acumulación de todos ellos (núms. 162, 163, 170, 172, 209 y 210/90) al primeramente presentado, el 95/90. La Abogacía del Estado instó también que los conflictos de competencia acumulados entre sí fueran a su vez acumulados a los recursos de inconstitucionalidad, también entre sí acumulados con anterioridad, a lo cual se accedió en el Auto de 11 de mayo por el Pleno, previa audiencia de las partes. Por su parte, la Generalidad de Cataluña, al presentar el conflicto núm. 1.938/90, pidió que fuera acumulado al recurso de inconstitucionalidad 139/89, planteado por ella misma. Una vez oídos sobre el particular el Abogado del Estado y las Comunidades Autónomas personadas en los demás procesos (providencia de la Sección Tercera, 17 de septiembre), el Pleno acordó la acumulación de aquel conflicto a los reseñados más atrás en Auto de 13 de noviembre.
El Abogado del Estado formuló sus alegaciones en tres fases, una el 31 de octubre de 1989 respecto de los recursos de inconstitucionalidad núms. 1.220, 1.232, 1.238, 1.239, 1.260 y 1.268/89, otra el 17 de abril de 1990 para los conflictos positivos de competencia núms. 95, 162, 163, 170, 172, 209 y 210/90 y una tercera el 15 de octubre de igual año en el conflicto de la misma clase núm. 1.938/90.
3. Bajo la rúbrica encuadramiento competencial, el Gobierno Vasco inicia su demanda haciendo unas consideraciones sobre el Título o Títulos competenciales implicados, análisis que ha de llevar -se dice- a identificar cuál sea el título capaz de englobar todo el texto legal, sin perjuicio de reconocer, ante regulaciones concretas, la incidencia trascendente de otro título. Con carácter previo, sin embargo, se descartan dos posibles títulos competenciales: el previsto en el art. 149.1.1.º de la Constitución y el correspondiente a una hipotética materia con sustantividad propia relativa a los espacios naturales protegidos.
Dicho esto, se afirma que el «título madre» de la Ley es el relativo al medio ambiente, en atención a las siguientes razones: 1) Se ha de preferir, ante las concurrencias imperfectas de títulos, aquel al que se refiere la materia a cuya regulación tienden las normas de que se trate, y en el presente caso no existe duda acerca de que la finalidad de la Ley es la protección del medio ambiente y, 2) Por lo demás, el Tribunal Constitucional ha utilizado dicho título como parámetro competencial principal al enjuiciar otras leyes de finalidad y naturaleza similar a la impugnada ahora (se citan las leyes examinadas en las SSTC 64/1982, 69/1982, 82/1982 y 227/1988). Ahora bien, que este título ejerza una fuerza atractiva sobre todos los preceptos de la Ley no excluye que en el análisis pormenorizado de aquélla se aprecie, respecto a concretos preceptos, la incidencia suficiente de otros títulos, suficiencia que se ha de medir también en razón del criterio de la finalidad.
Según la distribución que en la materia «medio ambiente» hacen la Constitución y el Estatuto de Autonomía del País Vasco (arts. 149.1.23 y 11.1 a), respectivamente), al Estado le corresponde la legislación básica y a la Comunidad Autónoma del País Vasco el desarrollo «ejecutivo» («legislativo», debe querer decir) y la ejecución, lo que impone determinar cuál sea el alcance de la competencia estatal de bases, a cuyo efecto es preciso tener en cuenta la finalidad de la atribución de dicha competencia al Estado y considerar cuál sea el instrumento formal para su ejercicio.
Pues bien, teniendo en cuenta cuál es la finalidad de la competencia estatal examinada, puede afirmarse que la intervención de los reglamentos en la configuración de las normas básicas únicamente se produciría cuando, por razón de la materia, las reglas esenciales constitutivas del necesario común denominador no pueden expresarse sólo en principios o directrices o normas de carácter muy general (STC 158/1986). Se cita como ejemplo de ello la STC 32/1983.
En lo que toca a los actos ejecutivos, se afirma que la posibilidad de incluirlos dentro de las bases es, si no nula, mucho más remota y excepcional que respecto a los reglamentos, añadiéndose que dicha comprensión de lo ejecutivo en lo básico conlleva un vaciamiento completo de la competencia autonómica, lo que debería conducir a la negación, sin más, de tal posibilidad. No obstante, y ya que el Tribunal Constitucional lo ha afirmado expresamente, es preciso dar unas orientaciones generales al respecto. Se dice, así, que los actos ejecutivos se encuadran en las bases cuando el estadio normativo no sea suficiente para conseguir la finalidad de la competencia estatal, lo que ocurrirá en los casos en que las características de la materia no permitan conseguir aquel común denominador normativo sólo a través de reglas generales. Serían, en definitiva, materias o sectores de materias en los que la ordenación básica requiere tanta concreción y casuismo que la norma sola no alcanza a conseguirla (se citan los votos particulares a la STC 86/1989 así como a la STC 25/1983; se invoca, asimismo, la STC 96/1984). Quizá sea este el momento oportuno -se añade- para replantearse la validez de la tesis doctrinal según la cual los términos en que se atribuye al Estado la competencia («legislación básica») impiden las reservas al mismo de facultades de ejecución administrativa. Para ello daría pie lo dicho en la STC 64/1982.
Se entra, a continuación, en el análisis de la Ley, a propósito de aquellos de sus preceptos que, en consideración a lo dicho, invaden las competencias autonómicas o vulneran el diseño que el Tribunal Constitucional ha realizado respecto a la forma de ejercicio de la competencia estatal.
- Se comienza por relacionar aquellos preceptos cuyas regulaciones son encuadrables en títulos distintos al de medio ambiente y, según la distribución competencial que los mismos realizan, propias de la competencia autonómica. Son los arts. 6, 19.1 (último inciso), 34 y 35.1, 2 y 4. Estos últimos preceptos (arts. 34 y 35.1 y 2), si bien persiguen la protección del medio ambiente, lo hacen de un modo mediato a través de la regulación de las actividades de la caza y pesca continental que es, claramente, su objetivo directo, conclusión que se ve reforzada por lo dicho en la STC 56/1989. Contribuye a apreciar la prevalencia de los títulos referentes a caza y pesca sobre los de medio ambiente el contraste de estas regulaciones con el resto del Título IV de la Ley, que tiende directa y principalmente a la protección de la flora y fauna silvestres; siendo la caza y la pesca la materia a tener en cuenta, puede decirse que las regulaciones examinadas, salvo en lo que afecten a la pesca marítima, entran dentro de las competencias autonómicas (art. 10.10 del Estatuto) y, por ende, deben declararse inaplicables en el territorio de la Comunidad Autónoma. Por lo que hace al art. 35.4, es evidente que su regulación incide directamente en la materia de caza y pesca, por lo que, salvo en lo referente a la pesca marítima (art. 149.1.19 de la Constitución), el Estado no tiene competencias, respecto a esta Comunidad Autónoma, para adoptarla. Aunque los mecanismos que se crean en dicho precepto pudieran considerarse como un medio instrumental al servicio de la competencia estatal de la legislación básica sobre el medio ambiente y como una manifestación del deber general de colaboración que atañe al Estado y a las Comunidades Autónomas, en todo caso sería inconstitucional el segundo apartado del art. mentado, pues el condicionante que impone a la competencia autonómica de decidir sobre el otorgamiento de la licencia excede del papel instrumental referido, pasando a afectar directamente a la materia de caza y pesca y sobrepasa al alcance del citado deber de colaboración. De otra parte, los arts. 6 y 19.1 (último inciso) no regulan la protección del medio ambiente, sino el procedimiento administrativo de elaboración de los planes de ordenación de los recursos naturales y de los planes rectores de uso y gestión de los parques naturales, lo que permite obviar los títulos referentes a aquella materia y aplicar la doctrina de la STC 15/1989, de lo que deriva la conclusión de que los planes de ordenación de los recursos naturales y los planes rectores de uso y gestión de los parques pueden ser aprobados por esta Comunidad Autónoma [art. 11.1 a) del Estatuto] y, por ello, la regulación de los preceptos analizados no deberán ser de aplicación a los que la misma dicte. No obsta a esta conclusión el que las reglas del art. 6 se infieran de principios constitucionales (art. 105 de la Constitución), pues de lo que aquí se trata es de ver quién es competente para concretar tales principios (la Comunidad Autónoma, al tratarse del procedimiento especial de elaboración de sus propias normas).
- Otros preceptos de la ley sobrepasan la competencia estatal relativa al medio ambiente, invadiendo la correspondiente competencia autonómica: arts. 21.3 y 4, 22, 23, 25, 28.4 y 39.3. Se analizan a continuación estas disposiciones:
En el art. 21.3 el Estado se reserva toda la gestión y la normación por el hecho de que el espacio natural tenga por objeto la protección de los bienes señalados en el art. 3 de la Ley 22/1988, de Costas, punto de conexión que obliga a argumentar, en primer lugar, en contra de un posible intento de justificación del precepto en la titularidad estatal de los bienes de dominio público a los que el mismo se refiere. Ello es inviable, según la STC 227/1988, que afirma rotundamente que la potestad demanial sobre ciertos bienes no conlleva para el Estado competencia extra alguna. Descartada la intervención del dato de la titularidad demanial del Estado, quedan sólo los títulos referentes al medio ambiente, a partir de los cuales se observa una extensión de la competencia de legislación básica a normas de detalle y actos de ejecución. Esta extensión es incorrecta en atención a su misma causa que, según se infiere del tenor literal del precepto, consiste en la importancia de determinados bienes (determinados espacios naturales) y no, como parece exigir la doctrina antes comentada, en la necesidad de que ciertas regulaciones de detalle o determinados actos de ejecución formen parte, en razón de su trascendencia y en atención a las características de la materia, del común denominador normativo que es el objetivo de la competencia estatal. A idéntica conclusión lleva la advertencia del grado con que aquella extensión se ha producido, pues el Estado se reserva todos los aspectos de la protección de los expresados espacios naturales, toda la normación y toda la gestión, lo cual pugna notoriamente con el carácter excepcional de la presencia de normas de detalle y actos de ejecución. El precepto aisla unas determinadas zonas del territorio y asigna, en relación con las mismas, íntegramente al Estado la protección que deriva de su incardinación en alguno de los regímenes especiales que la Ley establece, impidiendo, por ende, cualquier acción autonómica, obviando por completo las competencias de la Comunidad Autónoma sobre medio ambiente y desconociendo, en definitiva, el sistema de distribución competencial. Ello se confirma a la vista de lo dicho por la STC 227/1988 al enjuiciar (fundamento jurídico 25) el art. 88.1 de la Ley de Aguas, que realiza una operación similar. Se cita, asimismo, la STC 49/1988 (fundamento jurídico 29).
El art. 22 contiene, de otra parte, una regulación de características similares al anterior, pues también en él se atribuye al Estado toda la normación y toda la gestión de protección medio-ambiental sobre determinados espacios, aunque aquí tales espacios no estén prefijados en la norma, dejándose su concreción a futuras leyes de las Cortes Generales. Son, pues, reproducibles todas las consideraciones hechas respecto al art. 21.3, añadiéndose que el interés general -que se apela expresamente en el precepto- no puede ser fuente de nuevas competencias para el Estado, ni un parámetro de interpretación expansiva que permita la extensión de éstas más allá de lo que su naturaleza constitucional dicta. Afirmar lo contrario llevaría a la inseguridad en la definición del reparto territorial del poder (se cita la STC 182/1988) y a desconocer la función pacificadora de la Constitución y los Estatutos. El Tribunal Constitucional -se dicecomparte esta tesis en la STC 49/1988 (fundamento jurídico 38). Se cita, asimismo, la STC 146/1986.
En cuanto al art. 23, su inconstitucionalidad se afirma por evidente conexión con lo argumentado para el art. 22. No es necesario ningún Patronato para gestionar los Parques Nacionales. La gestión corresponde a la Comunidad o Comunidades Autónomas implicadas.
En el primer párrafo del art. 21.4 el Estado se reserva la declaración y, por ende, toda la regulación de detalle referente a la protección medio-ambiental respecto a los espacios protegidos que estén situados en el territorio de varias Comunidades Autónomas. Pues bien, además de trasladar aquí lo dicho acerca de la excepcionalidad de la extensión de las bases a normas de detalle y actos de ejecución, es de aplicación específica la doctrina sentada en el fundamento jurídico 34 de la STC 49/1988, doctrina de la que se infiere -a juicio de la representación actora- que el Estado podría dictar algunas normas básicas que articularan la necesaria participación de las Comunidades Autónomas implicadas en la declaración y el establecimiento de las reglas de uso y gestión del espacio natural protegido, pero no normas básicas sustantivas para esos espacios naturales, específicas y distintas de las que con carácter general se contienen en la Ley, pues el interés supracomunitario no es un título atributivo de competencia para el Estado, no rompe el normal orden de distribución, permitiendo sólo al Estado encauzar formalmente el ejercicio de las competencias de las Comunidades Autónomas implicadas a través de las reglas de procedimiento indispensables para garantizar la participación equitativa de aquéllas en función de su interés respectivo y a fin de evitar el perjuicio que para el interés general podría derivarse de una falta de entendimiento entre las mismas (pero en ningún caso tal facultad de encauzamiento puede rebasar lo formal y adentrarse en aspectos sustantivos). En el párrafo segundo, el Estado se reserva la posición de parte en el convenio regulador de las modalidades de participación de las Comunidades Autónomas implicadas en la gestión del espacio natural, reserva que parece absolutamente respetuosa con las competencias autonómicas. No es igual de respetuosa, sin embargo, la reserva de la coordinación de la gestión que realizan las Comunidades Autónomas afectadas conforme al referido convenio, pues las facultades coordinadoras que al Estado pudieran competer en razón de aquella concurrencia de intereses se agotan con la intervención en el convenio aludido que, precisamente, tiende al logro de una gestión coordinada a través del establecimiento de reglas generales de participación de las distintas Comunidades Autónomas. La prolongación de sus facultades a la aplicación de ese convenio, a la gestión cotidiana, conlleva una extralimitación competencial semejante a la puesta de manifiesto al tratar del párrafo primero, con patente utilización inconstitucional del concepto «interés supracomunitario».
El art. 25 es inconstitucional en cuanto atribuye al Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación competencia para indicar las medidas de protección que deben recoger los planes hidrológicos de cuenca. El régimen jurídico de las zonas húmedas es incluible en la materia «medio ambiente» y no en la de «aguas» y así lo dejaría bien claro la STC 227/1988. El inciso comentado, al atribuir in integrum al Estado la protección medio-ambiental de las zonas húmedas, excede la competencia de legislación básica y vulnera la competencia de desarrollo legislativo por las razones expuestas al examinar los preceptos anteriores.
El art. 28.4 conlleva que la Administración autonómica tenga que tener en cuenta, a la hora de decidir sobre la autorización a que se refiere, los criterios fijados por un órgano estatal, condicionando así el ejercicio de las competencias autonómicas sin base constitucional para ello, pues, si se trata de criterios medio-ambientales, los mismos formarían parte de la competencia autonómica de desarrollo legislativo y, si se atienden otras finalidades, no se alcanza a ver cuál es el título competencial que permita tal reserva en favor del Estado.
El art. 39.3 reserva a la Administración Central la imposición de sanciones en aquellos supuestos en que la infracción administrativa haya recaído en ámbito y sobre materia de su competencia. Si, como parece, seguimos en el ámbito del medio ambiente y el precepto se refiere a los supuestos de los arts. 21.3 y 22, es palmaria la extralimitación competencial, pues no hay acto ejecutivo más reglado que el de imposición de una sanción, poniéndose así de manifiesto lo incorrecto de la reserva total que de la gestión hacen aquellos preceptos. Se citan las SSTC 186/1988, 227/1988 y 15/1989.
- Se examinan después los preceptos que contradicen la doctrina del Tribunal Constitucional acerca de la plasmación formal de la competencia estatal sobre la legislación básica:
El art. 8, en primer lugar, contradice palmariamente aquella doctrina, ya que, lejos de limitar la habilitación reglamentaria a aspectos concretos de las reglas básicas, la extiende, en abstracto, a «los criterios y normas generales de carácter básico», es decir, a las determinaciones propias de una ley. Este precepto no puede justificarse aplicando analógicamente lo declarado por la STC 227/1988 respecto al art. 101, párrafo primero, de la Ley de Aguas, pues el precepto ahora impugnado se refiere a las reglas básicas in integrum, lo que impide apreciar las mentadas características necesarias y choca frontalmente con la excepcionalidad aludida. Esta regla más bien puede equipararse con el art. 13.5 de la Ley 33/1989, de Ordenación de los Seguros Privados, citándose, al respecto, uno de los votos particulares a la STC 86/1989.
La Disposición final segunda llama, en términos generales y abstractos, al desarrollo reglamentario de las bases que la Ley fija, de modo que estamos ante un supuesto similar al que se acaba de analizar, siendo aquí trasladable lo que se ha dicho al respecto.
Se concluyó con la súplica de que se dictara Sentencia declaratoria de la inconstitucionalidad de los siguientes preceptos: 1) Disposición adicional quinta, en cuanto declara básicos los arts. 6, 19.1 (último inciso), 21.3 y 4, 22, 23, 25, 28.4, 34, 35.1, 2 y 4 y 39.3 y 2) art. 8 y Disposición final segunda.
4. El Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía señala, a su vez, los títulos competenciales concurrentes en materia de medio ambiente, a cuyo efecto cita lo dispuesto en el art. 149.1.23 de la Constitución y lo prevenido en el Estatuto de Autonomía de Andalucía: 1) Competencia exclusiva en materia de montes, aprovechamientos y servicios forestales, vías pecuarias y pastos, espacios naturales protegidos y tratamiento especial de zonas de montaña, de acuerdo con lo dispuesto en el núm. 23 del apartado 1 del art. 149 de la Constitución (art. 13.7); 2) Competencia exclusiva sobre la materia de pesca en aguas interiores, marisqueo y acuicultura, caza y pesca fluvial y lacustre (art. 13.18); 3) Competencia exclusiva sobre la materia de política territorial, ordenación del territorio y del litoral, urbanismo y vivienda (art. 13.8) y 4) Competencia para el desarrollo legislativo y la ejecución en materia de medio ambiente en el marco de la regulación general del Estado (art. 15.1.7).
La competencia de ordenación del territorio -asumida como exclusiva- es la de objeto más amplio (arts. 3 y 12 de la Ley del Suelo y STC 77/1984), de modo que afecta al mismo espacio físico que la competencia relativa al medio ambiente. De ahí que frente a esta más amplia competencia de ordenación del territorio no podemos distinguir la medio-ambiental, de forma que no se desdibuje en otra más amplia, si no es por su finalidad. La competencia sobre ordenación del territorio se refiere a todas las actividades humanas que sobre él se pueden ejercer, procurando su urbanización y la correcta delimitación de usos y actividades para conseguir el progreso económico y la adecuada calidad de vida. Por el contrario, la existencia de unas funciones públicas exclusivamente medio-ambientales se fundamenta en la concepción del territorio como soporte físico de diversos ecosistemas que preexisten y son independientes, en principio, a la propia actividad humana, pero cuya preservación y restauración, en su caso, constituyen un bien para la sociedad y su disfrute y conservación un importante elemento de una adecuada calidad de vida para el completo desarrollo de la personalidad. Este solapamiento físico y jurídico entre ambos títulos competenciales ha de llevar necesariamente a la cooperación entre las ramas de la Administración con competencia en uno u otro, a cuyo efecto existen diferentes técnicas. Se pone de manifiesto que tanto una como otra competencia (la de medio ambiente al menos en cuanto a desarrollo legislativo y ejecución) corresponden en el territorio andaluz a la Junta de Andalucía, lo que, a efectos de este recurso, lleva a concluir que la competencia de ordenación del territorio, en cierta manera, refuerza la de medio ambiente y, desde luego, nunca sería posible ningún tipo de ordenación o planeamiento que con finalidad medio-ambiental y con olvido de toda solución cooperativa se impusiese a la potestad de la Junta de Andalucía de ordenar su territorio, más allá del establecimiento de los preceptos generales de la legislación básica de medio ambiente.
Otra delimitación a hacer es entre la competencia para el desarrollo legislativo y la ejecución en materia de medio ambiente y la exclusiva en materia de espacios naturales protegidos, a cuyo efecto se cita la STC 69/1982 (fundamento jurídico 1.º), de la que se deduciría el más restringido objeto de la competencia sobre espacios naturales protegidos (art. 10 de la Ley 4/1989). Dentro de las «normas básicas estatales relativas al más amplio sector de la protección del medio ambiente», la competencia de la Comunidad Autónoma es exclusiva, lo que incluye la potestad de establecer regímenes de protección, de declaración de cuáles son los espacios protegidos en el territorio andaluz y la gestión de tales espacios.
Queda, por último, el resto de las actividades públicas sobre el medio ambiente, que tienen por objeto las funciones legislativas y ejecutivas destinadas a la conservación y restauración del medio ambiente a través de una serie de medidas. Respecto de esta materia, al Estado le corresponde dictar la «legislación básica» (art. 149.1.23) y a la Comunidad Autónoma el desarrollo legislativo y la ejecución. En cuanto a la caza, huelga toda referencia, pues no se impugna ningún precepto de la Ley por este motivo.
Se fundamenta, a continuación, la inconstitucionalidad de los arts. 4 y 5 de la Ley 4/1989.
Deriva de estos preceptos la posibilidad de dictar Planes de Ordenación de los Recursos Naturales (que pueden tener cualquier ámbito territorial y un contenido muy amplio) por las «Administraciones competentes». Ante la indefinición de la Ley en cuanto a esta última expresión, el Estado también podría dictar estos Planes (arts. 21.3 y 4, 8, 9.3, 25 y Disposición adicional cuarta). Pues bien, estos planes han de tener -como los urbanísticosnaturaleza reglamentaria, en tanto suponen una especificación y pormenorización -un desarrollo, en sumade las previsiones genéricas recogidas en la Ley para un determinado territorio, naturaleza reglamentaria que necesariamente lleva a que deben reputarse como desarrollo legislativo, carácter que se pone de manifiesto en los objetivos que persiguen (art. 4.3 de la Ley), así como en las determinaciones detalladas y minuciosas que impone el art. 4.4 del propio texto legal. La competencia para dictarlos no puede estar atribuida a otra Administración que no sea la propia Junta de Andalucía, lo que se ve reforzado, además, por la enorme incidencia que sobre el planeamiento urbanístico han de tener, de modo que el dictarlos supone poseer competencias de ordenación del territorio que, según se dijo, correspondería en Andalucía, de modo exclusivo, a la Junta.
Caso de admitirse la competencia estatal para dictar estos Planes, resultaría inconstitucional lo dispuesto en el art. 5.2 de la Ley 4/1989, en cuanto al establecimiento de una supremacía incondicionada de los mismos sobre los planes de ordenación del territorio o urbanísticos, pues esta competencia autonómica es -se reitera- exclusiva, de modo que la solución no puede ser nunca la sumisión pura y simple de estos instrumentos a los medio-ambientales. La solución habría de alcanzarse, más bien, a través de soluciones de cooperación dentro del respeto a las respectivas competencias (STC 77/1984).
En cuanto al ámbito territorial de los Planes, se remite la representación actora a lo que argumentará a propósito del art. 21.4 de la Ley.
Se razona, a continuación, la inconstitucionalidad de los arts. 8 y 15 de la Ley.
El art. 8 permite al Gobierno dictar «directrices para la ordenación de los recursos naturales», posibilidad que, en sí misma, no supone invasión competencial, en tanto se mantenga en el ámbito de lo básico, pues tales directrices habrán de limitarse al «establecimiento y definición de criterios y normas generales de carácter básico que regulan la gestión y uno de los recursos naturales» (art. 8.2). Lo que sí incide en las competencias autonómicas es que, salvo casos excepcionales, la declaración de Parques y Reservas exigirá la previa elaboración del correspondiente Plan de Ordenación de los Recursos Naturales de la Zona (art. 15.1), Planes que no podrán aprobarse en tanto el Gobierno no apruebe las Directrices, pues a ella se deben ajustar «en todo caso» (art. 8.1).
Resulta de ello que la Junta de Andalucía no podrá desplegar sus competencias en la materia hasta tanto el Estado no apruebe sus Directrices, limitación temporal que viola el Estatuto y la Constitución, pues, según doctrina constitucional, la inactividad del Estado para aprobar y desarrollar sus bases no impide a las Comunidades Autónomas desplegar sus propias competencias estatutarias. En definitiva, esta nueva limitación no supone sino un intento de «rescate de competencias» por el Estado con olvido del bloque de la constitucionalidad.
Se fundamenta también la inconstitucionalidad de los arts. 9.3, 21.3 y 25 de la Ley.
Estos preceptos vuelven a incidir -se dice- sobre algo ya totalmente resuelto por la jurisprudencia constitucional: la titularidad del dominio público no es criterio atributivo de competencias. Tras citar la doctrina constitucional al respecto y, en especial, la STC 227/1988 (fundamento jurídico 15), se afirma que la titularidad estatal del demanio natural ex art. 132 de la Constitución no atribuye competencia alguna y que para justificar las competencias estatales sobre aquél hay que acudir al art. 149.1.1.º, en relación con la propiedad privada y con el derecho al disfrute de un medio ambiente adecuado. Pero estas competencias no añaden nada a las potestades que el art. 149.1.23 atribuye al Estado, pues las condiciones básicas de que habla el art. 149.1.1.º son, por definición, un concepto más restringido que el de bases. La titularidad dominical del Estado sobre estos bienes no modifica ni altera un ápice la normal distribución de competencias en el sector.
Resta al Estado (STC 227/1988) la potestad de protección del demanio, pero tampoco por ello se altera el esquema general de protección medio-ambiental, pues, en primer lugar, tal protección lo es en desarrollo del art. 132.1 de la Constitución y porque protege el bien como parte integrante de la riqueza nacional, debiendo entenderse esa titularidad pública como una reserva ex Constitutione de recursos al sector público, autorizada con carácter general al legislador por el art. 128.2 de la propia Constitución. Resulta de todo ello la exclusiva finalidad económica del art. 132 de la Constitución.
Ahora bien, si tales bienes tienen, además, un especial interés medio-ambiental, serán las autoridades competentes en esta materia las que deberán adoptar las medidas adecuadas de protección, protección que no es ya del bien en sí mismo, sino de un ecosistema constituido por un conjunto inescindible de los bienes raíces, flora y fauna. Es decir, el objeto y finalidad de una y otra protección son completamente distintos: garantizar la titularidad pública y la potencialidad económica del bien, en un caso, y la conservación del ecosistema, en otros. De ello puede resultar, naturalmente, que haya una contradicción entre el interés económico y el medio-ambiental, pero el choque que ello puede suponer entre uno y otro título competencial habrá de resolverse como cualquier otro conflicto competencial, a través de los cauces normales de resolución de conflictos y atendiendo preferentemente a la colaboración entre poderes públicos (STC 227/1988, fundamento jurídico 19).
Los arts. 9.3 y 25 suponen la atribución al Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación y a los organismos de cuenca de unas facultades que corresponden a la Junta de Andalucía por constituir facultades de ejecución en materia de medio ambiente o, en su caso, de espacios naturales protegidos. Puestos en relación ambos preceptos, se ve que se está creando una planificación paralela a la medio-ambiental, que habrá de contener las medidas de protección que el Ministerio de Agricultura estime necesario y sin que la Ley prevea su vinculación a los Planes de Ordenación de los Recursos Naturales que aprueben las Comunidades Autónomas. Naturalmente que habrá de existir una coordinación entre la planificación hidrológica y la medio-ambiental, pero ello no puede ser excusa para desconocer las competencias autonómicas y atribuírselas al Ministerio de Agricultura.
La inconstitucionalidad del art. 21.3 se argumenta con la consideración de que la competencia exclusiva de la Comunidad Autónoma en materia de espacios naturales protegidos no se ve condicionada por la titularidad demanial de los terrenos sobre los que haya de ejercitarse, extendiéndose a todo el territorio andaluz. Sin embargo, el art. 21.3 asigna las competencias de declaración y gestión de espacios naturales protegidos cuando se asientan sobre el dominio público marítimo terrestre, sin base constitucional alguna y con violación de las competencias de la Junta de Andalucía.
Se impugna, en conexión con este precepto, el art. 19 de la Ley, al atribuir en ciertos casos al Gobierno del Estado la aprobación de los Planes Rectores de Uso y Gestión respecto de determinados Parques, Parques -hay que entender- cuya declaración y gestión corresponde al Estado: arts. 21.3, 21.4 y 22.
También es inconstitucional el art. 21.4 de la Ley, que asigna al Estado la competencia de declaración y gestión de espacios naturales protegidos cuando estén situados en el territorio de dos o más Comunidades Autónomas. El principal problema del precepto es la amplitud con que es posible la declaración de espacios que abarquen terrenos de más de una Comunidad Autónoma. La declaración y ámbito de un espacio natural es algo que se realiza discrecionalmente por el órgano competente y la división del territorio nacional en diversos territorios con competencias de distintos entes debe conducir a que la determinación de tales espacios deberá hacerse, con carácter general, respetando los límites territoriales de las Comunidades Autónomas. Sólo cuando existan razones excepcionales estaría justificada esta competencia estatal. En todo caso, la necesidad de declaración conjunta podrá ser satisfecha, en muchos supuestos, mediante técnicas de cooperación entre Comunidades Autónomas, sin que sea necesaria la intervención estatal más que cuando esto no se produzca y, por ello, con carácter subsidiario.
Mucho más patente es -se dice- el tema de la gestión del espacio. La gestión de un espacio natural presenta normalmente gran simplicidad, de modo que será posible, normalmente, la gestión separada por cada Comunidad, debiendo limitarse la actuación estatal a la coordinación de aquellos elementos que sean necesarios para garantizar la conservación del espacio, coordinación que prácticamente se agotará con la determinación de criterios básicos a los que deben acomodarse los Planes Rectores de Uso y Gestión que deben aprobar las respectivas Comunidades. Se concluye en cuanto a este punto con la afirmación de que la amplitud de las competencias asignadas al Estado, sin someterlas a las condiciones que constitucionalmente pueden justificarla, constituye una invasión de las competencias de la Junta de Andalucía.
Los arts. 21.1 y 22 de la Ley atribuyen al Estado la competencia de declaración y gestión de los Parques Nacionales, definidos como aquellos espacios cuya conservación se declare de interés general de la Nación por Ley de las Cortes Generales.
La competencia sobre espacios naturales protegidos de la Junta de Andalucía es muy amplia y de carácter exclusivo «en sentido estricto» (STC 69/1982), lo que supone la asunción de competencias legislativas (adecuadas a las bases en materia de protección del medio ambiente) y de todas las competencias ejecutivas sin limitación ni condicionamiento estatutario alguno en este caso. Dicho esto, se afirma que la atribución por la Ley de facultades de declaración y gestión de parques naturales al Estado resulta de todo punto inadmisible, pues no es sino volver sobre la teoría del interés como criterio de distribución competencial, desde el principio rechazada por el Tribunal Constitucional (SSTC 37/1981 y 146/1986). Si el interés general del Estado exige la conservación de un determinado espacio natural, ello deberá hacerse y garantizarse a través de la determinación por el Estado de las bases de la regulación de la materia y mediante el desarrollo legislativo y la ejecución por las Comunidades Autónomas. Cuando la Constitución ha querido establecer el criterio del interés como elemento delimitador de competencia así lo ha hecho (art. 149.1.24).
La declaración de un espacio natural protegido es, en fin, un acto de ejecución, aunque se haga por ley formal, ley que no crea norma alguna de Derecho objetivo, sino que se limita a aplicar un determinado régimen jurídico -el de los Parques Nacionales- a un determinado territorio. Las funciones de ejecución, sin embargo, corresponden a la Junta de Andalucía, de modo que los arts. 21.1 y 22 de la Ley violan la distribución de competencias constitucional y estatutaria.
Se fundamenta, a continuación, la inconstitucionalidad de la Disposición adicional cuarta de la Ley.
Según el art. 23.2 del Estatuto de Autonomía de Andalucía, la Junta es competente para la ejecución de los tratados internacionales en lo que afecta a las materias atribuidas a su competencia, como es la de gestión en materia de conservación del medio ambiente y espacios naturales. Pues bien, la atribución al Estado por esta Disposición adicional de la facultad de establecer limitaciones temporales en ejecución de los tratados internacionales supone atribuirle una facultad ordinaria de ejecución en la materia, limitando las competencias autonómicas sin base constitucional y al margen de toda justificación técnico-jurídica, pues los tratados, una vez publicados en el «Boletín Oficial del Estado», forman parte del ordenamiento interno (art. 1.5 del Código Civil), de modo que su ejecución, como la de todo el Derecho en la materia, corresponde a la Comunidad Autónoma. El precepto es, pues, inconstitucional.
Es también inconstitucional, en fin, la Disposición adicional quinta de la Ley, en la medida en que declara normas básicas los arts. 1 y 23 de la propia Ley.
El art. 1 se limita a definir el objeto de la Ley y su fundamento constitucional, no estableciendo normas de determinación y regulación de contenidos básicos ni delimitación de competencias. Es así absurdo que pueda ostentar carácter básico, que debe entenderse como núcleo material regulado uniformemente en garantía del interés general.
El art. 23 es una norma de carácter orgánico que regula los órganos de gobierno de los Parques Nacionales. Una vez que se declare la competencia de la Junta de Andalucía para legislar sobre todo tipo de espacios naturales protegidos en su territorio -dentro de las bases estatales-, la determinación de tales órganos de gobierno corresponderá a la Junta (competencia de autoorganización: art. 13.1 del Estatuto). Ello viene subrayado, además, por el hecho de que el art. 20 de la Ley, que establece los órganos de gestión de los otros espacios naturales, no sea básico, sino supletorio.
Se concluyó con la súplica de que se dicte sentencia en la que se declare la nulidad de los arts. 4, 5, 8, 9.3, 15, 21.1, 3 y 4, 22 y 25 y de las Disposiciones adicionales cuarta y quinta, así como del art. 19, en conexión con los anteriores, de la Ley 4/1989.
5. El Gobierno de Canarias comienza su demanda haciendo una exposición general de competencias en materia de medio ambiente. Así, se arguye, el art. 149.1.23 de la Constitución atribuye al Estado competencia exclusiva en orden a la legislación básica sobre protección del medio ambiente, sin perjuicio de las facultades de las Comunidades Autónomas para establecer normas adicionales de protección. De otra parte, el Estatuto de Autonomía de Canarias atribuye a la Comunidad Autónoma las competencias siguientes: 1) Competencia exclusiva en materia de caza, pesca en aguas interiores, ordenación del territorio y urbanismo (nums. 4, 5 y 11 del art. 29); 2) función ejecutiva en materia de medio ambiente [art. 33 a)] y 3) competencias legislativas y de ejecución en espacios naturales protegidos (art. 34.A.4, en relación con el art. 35 y con el art. 1 de la Ley Orgánica 11/1982). Esta última competencia podrá ser ejercida con toda la amplitud prevista en el art. 150 de la Constitución (art. 1.3 de la Ley Orgánica 11/1982), pues el art. 149.1 no contiene una reserva expresa a favor del Estado en la materia específica «espacios naturales», de modo que el límite para la competencia autonómica consiste aquí en el respeto de la legislación básica sobre medio ambiente (art. 149.1.23), límite que enmarca también las demás competencias autonómicas citadas. Esta es la delimitación de competencias expuesta por la STC 69/1982 y la que está latente, también, en los Reales Decretos de traspaso de funciones y servicios en la materia a la Comunidad Autónoma de Canarias (se citan los
RR.DD. 3.364/1983 y 2.614/1985). El valor interpretativo de los acuerdos de las comisiones mixtas de transferencias que reflejan estos Reales Decretos es -se dice- radicalmente contrariado por determinados preceptos de la Ley impugnada.
Se argumenta, a continuación, la inconstitucionalidad de la «reasignación competencial» operada por la Ley 4/1989.
Tras citar lo dispuesto en el art. 45 de la Constitución, se exponen determinadas consideraciones sobre el concepto «medio ambiente» y se precisa, en relación con ellas, el sentido del reparto competencial en este ámbito. La Constitución ha reservado al Estado la adopción de las normas básicas para la protección del medio ambiente (art. 149.1.23) a fin de procurar un hábitat adecuado para el desarrollo de las personas, añadiéndose que la utilización y preservación de los recursos naturales se encomienda a una u otra instancia (Estado o Comunidad Autónoma) en función de los específicos recursos naturales de que se trate, sea minas, caza y pesca, urbanismo o espacios naturales protegidos. Pues bien, el ejercicio constitucionalmente legítimo de la competencia estatal ex art. 149.1.23 requiere que dichas normas tengan el carácter de básicas y que se refieran al hábitat adecuado del hombre. Estas normas afectarán indudablemente al ejercicio de las competencias autonómicas, pero no podrán confundirse con ellas ni hacerlas ilusorias. Sin embargo, la Ley impugnada adolece de vicios de inconstitucionalidad que pueden ordenarse así:
- Los arts. comprendidos en el Título II (4 a 8) contienen una regulación de los Planes y de las Directrices de Ordenación de los Recursos Naturales que desconocen las competencias de Canarias en materia de ordenación del territorio y urbanismo. La Ley «inventa», sin título alguno, una planificación de los recursos naturales a la que se supeditan los demás instrumentos de planificación territorial.
- Los arts. 10 a 18, al catalogar y definir los distintos tipos de espacios naturales, exceden de lo básico y no tienen encaje en la «protección del medio ambiente», sino en la regulación del régimen jurídico de los espacios naturales protegidos, que corresponde a Canarias.
- El art. 21.3 atribuye al Estado la declaración y gestión de los espacios naturales protegidos en el dominio público marítimo-terrestre, utilizando de forma inconstitucional la titularidad dominical de la zona marítima-terrestre como título atributivo de competencias.
- Por último, los arts. dedicados a la protección de las especies en relación con la caza y pesca (arts. 33 a 35) exceden de lo que pueden considerarse normas básicas sobre medio ambiente e inciden en la utilización racional de los recursos naturales, que, en cuanto a la caza y a la pesca en aguas interiores, corresponde a Canarias.
El denominador común a todas las inconstitucionalidades aducidas es, según a continuación se argumenta, el exceso por las normas impugnadas de lo que puede comprenderse como normas básicas de protección del medio ambiente.
Se entra, a continuación, en el examen de los diferentes preceptos o grupos de preceptos impugnados, comenzando por los arts. 4 a 8, que habrían violado las competencias autonómicas en materia de ordenación del territorio.
La planificación de los recursos naturales contenida en tales preceptos en modo alguno encuentra cobertura en el art. 149.1.23 de la Constitución. El art. 148.1.3 dispone que las Comunidades Autónomas podrán asumir competencias en materia de ordenación del territorio, urbanismo y vivienda, competencias calificadas de exclusivas, en lo relativo a Canarias, por el art. 29.11 de la Ley Orgánica 10/1982. En su ejercicio, la Comunidad Autónoma ha dictado las Leyes 1/1987 (reguladora de los Planes Insulares de Ordenación) y 12/1987 (de declaración de Espacios Naturales de Canarias), normas pacíficamente aceptadas por el Estado.
Pues bien, la Ley 4/1989, al crear los Planes de Ordenación de Recursos Naturales como instrumentos de planificación con carácter ejecutivo y obligatorio, constituyendo un límite para cualquier otro instrumento de ordenación territorial y prevaleciendo sus disposiciones sobre éstos, viene a crear unos instrumentos de planeamiento con rango jerárquico superior y primacía sobre los instrumentos previstos por la normativa propia de Canarias. De otra parte, el art. 19 determina la elaboración de los Planes Rectores y añade que prevalecerán sobre el planeamiento urbanístico.
Se examinan, a continuación, los arts. 10 a 20, vulneradores de las competencias de Canarias en materia de espacios naturales protegidos.
En modo alguno contienen estos preceptos disposiciones de carácter básico sobre protección del medio ambiente. Es preciso diferenciar entre «medio ambiente» y «espacio natural» pues, en tanto que la Constitución se refiere sólo al primero, el Estatuto de Autonomía utiliza una y otra noción. La Constitución emplea el concepto de medio ambiente en un sentido amplio en su art. 45, pero en los arts. 148 y 149 lo emplea ya como un concepto residual: el medio ambiente no es un supraconcepto omnicomprensivo de todas las materias, sectores, servicios o actividades relacionadas con el mismo y que reciben, en su práctica totalidad, un tratamiento singular en punto al régimen de competencias (ordenación del territorio, obras públicas, montes, aguas, patrimonio histórico-artístico, etc.). Por lo demás, algunos asuntos relacionados íntimamente con el medio ambiente (por ejemplo, espacios naturales protegidos o protección de la fauna) no aparecen específicamente relacionados en los arts. 148 y 149.
El art. 34.A.4 del Estatuto de Autonomía de Canarias establece que la Comunidad ejercerá competencias legislativas y de ejecución en materia de espacios naturales protegidos. Pues bien, la regulación que la Ley recurrida hace sobre espacios que puedan ser declarados protegidos (art. 10), finalidades de su protección (art. 10.2), clasificación de estos espacios (arts. 12 y siguientes), limitaciones y declaración de zonas periféricas y áreas de influencia socio-económica (art. 18), elaboración de planes rectores de uso y gestión (art. 19) y creación de Patronatos o Juntas Rectoras (art. 20), es reconducible a la regulación de los espacios naturales y no encajable en las normas básicas de protección del medio ambiente.
El art. 21.3 de la Ley establece que la declaración y gestión de los espacios naturales protegidos corresponderá al Estado cuando tengan por objeto la protección de bienes de los señalados en el art. 3 de la Ley 22/1988, de Costas, que establece los bienes de dominio público marítimo-terrestre. La inconstitucionalidad consiste aquí en que se ha olvidado que la titularidad dominical de los bienes no implica modificación competencial alguna. Se resalta que el Real Decreto 2.654/1985 transfirió a Canarias la declaración de Parques Nacionales sin exceptuar los que tengan por objeto la zona marítimo-terrestre y que una buena parte de los espacios naturales canarios comprenden este espacio físico, habiéndose declarado por Ley autonómica 12/1987, que atribuye su gestión a los propios órganos de la Administración autonómica.
Los arts. 33 a 35 violan, en fin, las competencias de la Comunidad Autónoma en materia de caza y pesca en aguas interiores.
El art. 33 restringe la caza y pesca en aguas continentales a las especies que reglamentariamente se declaren, declaración que debe corresponder, evidentemente, a la Comunidad (art. 29.4 del Estatuto de Autonomía).
El art. 34 invade competencias autonómicas en cuanto establece prohibiciones de épocas de veda, remite a la facultad reglamentaria del Estado las especies comercializables y somete a autorización administrativa la introducción de especies alóctonas o autóctonas.
El art. 35 invade también las competencias autonómicas, en cuanto atribuye a los departamentos ministeriales la creación de registros y habilitaciones necesarios para obtener la licencia de caza y pesca.
Se concluyó con la súplica de que se dictara sentencia que declarase la inconstitucionalidad y nulidad de los siguientes preceptos de la Ley 4/1989: arts. 4, 5, 6, 7, 8, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 21.3, 33, 34 y 35.
6. El Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña expone en su demanda que en cuanto se refiere a los títulos competenciales relativos a espacios naturales y medio ambiente, se empieza por constatar que la Ley 4/1989 pretende dar cumplimiento al art. 45 de la Constitución y que su Exposición de Motivos invoca lo dispuesto por el art. 149.1.23 de la Constitución en orden a la exclusiva competencia estatal para dictar la legislación básica sobre protección del medio ambiente. La Disposición adicional quinta de la Ley otorga carácter básico a la práctica totalidad de sus preceptos y se anticipa ya que el legislador estatal, con ello, lesiona las competencias que corresponden a la Comunidad Autónoma de Cataluña. La competencia sobre espacios naturales protegidos -se observa- no está entre las que el art. 149.1 reserva al Estado y el Estatuto de Autonomía de Cataluña, según lo dispuesto en el art. 149.3 de la Constitución, atribuyó a la Comunidad Autónoma en su art. 9.10, competencia exclusiva en materia de «montes, aprovechamientos y servicios forestales, vías pecuarias y pastos, espacios naturales protegidos y tratamiento especial de zonas de montaña, de acuerdo con lo dispuesto en el número 23 del apartado 1 del art. 149 de la Constitución». Por ello, el Estado debería haberse abstenido de legislar para Cataluña en materia de espacios naturales protegidos. Sin embargo, con la promulgación de la Ley 4/1989, el Estado ha desbordado ampliamente los límites de su competencia, que está limitada a la legislación básica sobre medio ambiente, ámbito material éste que debe diferenciarse claramente del relativo a los espacios naturales protegidos.
Al disponer la Generalidad, en orden a los espacios naturales, de potestades legislativa, reglamentaria y ejecutiva (art. 25 del Estatuto), los preceptos de la Ley 4/1989 que invadan o limiten indebidamente estas competencias y que no puedan identificarse como legislación básica medio-ambiental deberán -se dice- ser recalificados, eliminando su carácter básico, máxime si se tiene presente que Cataluña dispone de su propia normativa sobre protección de espacios naturales.
Delimitados conceptualmente los ámbitos materiales del medio ambiente y de los espacios naturales, se aborda por la representación actora la definición de su contenido. Así, se dice que el art. 9.10 del Estatuto posibilita a la Generalidad la protección de todo espacio natural situado en el territorio catalán y así lo ha hecho el legislador autonómico al aprobar en 1985 la Ley de Espacios Naturales, cuyo art. 2.1 define los espacios naturales como «aquellos que presentan uno o diversos ecosistemas no esencialmente transformados por la exploración y la ocupación humanas, con especies vegetales o animales de interés científico o educativo, y aquellos que presenten paisajes naturales de valor estético». Esta definición omnicomprensiva no excluye que se utilice también la técnica más específica -prevista también en la Ley catalana- de proteger especialmente algunos espacios naturales que así lo requieran por medio de declaración formal y expresa del ente público competentes (el Parlamento o el Consejo Ejecutivo de la Generalidad).
Hay que aceptar, con todo, que el Estado pueda incidir de forma indirecta sobre el ejercicio por la Generalidad de su competencia exclusiva en orden a los espacios naturales protegidos. Estos límites son, por un lado, los generales que se deducen de la Constitución (arts. 131, 139.2, 149.1.13, por ejemplo) y, de otra parte, otros peculiares a esta determinada competencia (límite territorial ex art. 25 del Estatuto y legislación básica estatal en materias conexas a la de espacios naturales, materias, estas últimas, que pueden dar lugar a la entrada en juego de otros títulos competenciales: agricultura, aprovechamientos forestales, caza, pesca, ocio, actividades industriales, comerciales, recursos hidráulicos y minerales). Tales materias conexas pueden provocar la entrada en juego de otros títulos competenciales del Estado, entre los que se cuenta, cómo no, la legislación sobre medio ambiente. Ello quiere decir que el Estado no puede legislar con carácter básico sobre los espacios naturales de Cataluña, aunque sí puede incidir y limitar el ejercicio de la competencia exclusiva que sobre ellos ostenta la Generalidad, siempre que lo haga al amparo del adecuado título competencial, lo que no ocurre -se advierte- respecto al núcleo de los preceptos contenidos en la Ley 4/1989.
Tras examinar la representación actora la jurisprudencia constitucional sobre la materia y afirmar que los criterios derivados de la doctrina del Tribunal habrían sido seguidos por la Ley catalana 12/1985, de Espacios Naturales, se entra en el análisis del articulado de la Ley impugnada, a cuyo efecto se sigue la propia sistemática de la Ley:
Título I («Disposiciones generales»). El art. 1 cita el art. 45 en relación con el art. 149.1.23, ambos de la Constitución, y con ello el legislador estatal quiere asimilar la noción de «medio ambiente» utilizado por el segundo de estos preceptos con la más amplia del art. 45. Esta asimilación sirve de pretexto para que el legislador estatal extienda su competencia en orden a la legislación básica sobre protección del medio ambiente al establecimiento de unas pretendidas normas básicas en materia de «recursos naturales» (de entre los que se citan los espacios naturales y la flora y la fauna silvestres). Tal equiparación de títulos competenciales no es, sin embargo, posible, de ahí que este art. 1 resulte inconstitucional por pretender que el Estado tiene competencia básica en materia de recursos naturales, en general, y, en particular, sobre espacios naturales.
Título II («Del planeamiento de los recursos naturales»). Este Título pretende introducir un instrumento extraño a nuestro ordenamiento jurídico (los Planes de Ordenación de los Recursos Naturales y las Directrices para la Ordenación de los Recursos Naturales) y está, todo él, viciado de inconstitucionalidad, a la vista del carácter básico que se le atribuye (con excepción del art. 7). Tras exponer el contenido de los arts. 4, 5, 6 y 8 de la Ley, señala la representación actora su similitud con el art. 9.1 del Proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (L.O.A.P.A.), declarado inconstitucional por la STC 76/1983: la planificación de los recursos naturales, ajustada a directrices de los poderes centrales, reaparece así, siete años después de la L.O.A.P.A., como mecanismo de mediatización y control del ejercicio por las CC.AA. de sus competencias exclusivas, cuando no de su puro y simple vaciado. Los arts. 4, 5, 6 y 8 son, si cabe, más atentatorios al vigente orden competencial que aquel proyectado art. 9.1. En efecto, el art. 8 dispone que el Gobierno aprobará «reglamentariamente» las Directrices para la Ordenación de los Recursos Naturales, a las que deberán ajustarse los planes de las Comunidades Autónomas, en tanto que aquel precepto del proyecto de L.O.A.P.A. preveía que los planes se aprobaran de conformidad con el art. 131 de la Constitución, esto es, por ley, mientras que ahora pretende hacerse mediante reglamento. En la STC 76/1983 se delimitó el alcance de las directrices generales establecidas en los planes aprobados conforme con el art. 131 C.E.; ahora se quiere redelimitar el ejercicio de las competencias exclusivas de la Generalidad de Cataluña en materia de ordenación del territorio y de protección de los espacios naturales y de la flora y fauna.
El Estado, en materia de medio ambiente, sólo puede legislar con carácter básico sobre la protección, y no tiene habilitación para prescribir genéricamente la planificación de los recursos naturales: carece de título competencial para planificar o para prescribir a las CC.AA. la planificación de los recursos naturales. Estos arts. son pues, inconstitucionales o, subsidiariamente inaplicables en Cataluña.
Además, la planificación prescrita es administrativa y reglamentaria, lo que es incompatible con el carácter básico de la competencia estatal. El Título II realiza una nueva delimitación competencial. Se cita nuestra STC 227/1988, deduciendo de ella que la planificación imperativa que el art. 4.1 impone a las Comunidades Autónomas carece de fundamento competencial.
La Ley 4/1989 se refiere a los espacios naturales, y al imponer una determinada forma de planificación no fija las bases, sino que interfiere en las competencias de la Generalidad de Cataluña para proteger sus espacios naturales y ordenar su territorio. Por ello el Título II, salvo su art. 7, es inconstitucional o inaplicable en Cataluña.
En concreto el art. 4 regula unas directrices que, forzosamente, serán coyunturales y discrecionales, lo que es incompatible con su pretendido carácter básico. La única normativa básica deberá ser la Directiva 83/337/CEE. El Real Decreto Legislativo 1.302/1986 no goza de carácter básico y altera el régimen competencial, pues las potestades en él previstas deberían atribuirse al órgano que tenga competencias. Por ello, el art. 4.4 e) es inconstitucional, además de por las razones ya vistas, por remitirse a otra disposición de forma que vulnera el orden de competencias.
El art. 5 es inadecuado para resolver la concurrencia de títulos competenciales. La protección del medio ambiente debe ser prioritaria pero la colisión de instrumentos sectoriales no puede resolverse por el legislador estatal: siendo la Generalidad competente en materia de ordenación territorial y urbanística y de espacios naturales, así como en lo relativo al desarrollo legislativo y la ejecución en materia de medio ambiente a ella corresponde establecer los criterios para solucionar los conflictos; de otra forma se vaciarían las competencias autonómicas citadas.
No se cuestiona la bondad del art. 6, pero se cita la STC 227/1988 para concluir que este precepto no puede entenderse comprendido en el procedimiento administrativo común y es, por lo tanto, inaplicable en Cataluña. Las directrices previstas en el art. 8 son coyunturales y suponen el vaciamiento de la competencia autonómica no sólo legislativa, sino también reglamentaria y de ejecución. Constituyen una figura típica contraria a la definición de los límites materiales y formales de las bases tal y como han sido fijados por nuestra jurisprudencia (SSTC 69/1988 80/1988, 182/1988, 298/1988 y 13/1989). No hay ninguna necesidad que justifique la adopción reglamentaria de directrices básicas y vinculantes, por lo que este art. es inconstitucional.
Titulo III. Su art. 9 no plantea problemas. El art. 10 podría considerarse también básico, salvo en lo referente a la última mención de su apartado 1, que es inconstitucional en cuanto dispone la aplicación de preceptos de la ley que son inconstitucionales. Los arts. 12, 13, 14, 16, 17 y 18 y la Disposición transitoria segunda se consideran en conjunto. Se apunta su concordancia con la Ley catalana 12/85, pero se niega que la definición de las categorías o tipos de protección de los espacios revista carácter básico: las definiciones de los espacios susceptibles de protección especial no pueden ser consideradas básicas para la protección del medio ambiente. La Disposición transitoria segunda impone a las CC.AA. una reclasificación; pero en la regulación concreta de los espacios naturales no puede haber aplicación de la normativa básica estatal, como tampoco hay una competencia estatal de coordinación en materia de espacios naturales, ni para la denominación y homologación internacional. Si la homologación de categorías conceptuales se considerase básica, ello solo alcanzaría al art. 12. Los demás preceptos suponen una regulación sustantiva de una materia sobre la que el Estado carece de competencias. Así lo revela el art. 13, pues su tipificación es de tal vaguedad que casi confunde con la de espacio natural y limita indirectamente las competencias autonómicas. Por todo ello, estas definiciones legales son inconstitucionales, en cuanto significan una regulación sustantiva de la materia.
El art. 15 incurre en el mismo motivo de inconstitucionalidad que el art. 4.1; el art. 18 es inconstitucional porque su opción corresponde al legislador autonómico y puede determinar una invasión de las competencias autonómicas, por lo que, en conexión con los art. 21 y 22, debe ser declarado inconstitucional o inaplicable en Cataluña. El art. 19 desconoce las competencias exclusivas de Cataluña en materia de urbanismo (art. 9.9 E.A.C.). El conflicto entre las competencias sectoriales no puede resolverse a favor del título mas específico, sino instrumentando los mecanismos de coordinación necesarios. Corresponde a la Comunidad Autónoma establecer los criterios de solución de los conflictos entre sus propios instrumentos de ordenación. El art. 21 es inconstitucional, pues pretende atribuir competencias, algo que no compete al legislador estatal; podría hacerlo si fuese competente para dictar las bases para la protección de los espacios naturales, pero sólo lo es en lo relativo a medio ambiente, algo ajeno a este art., que atribuye competencias administrativas. El inciso final de su punto 1 es inconstitucional, por conexión con los preceptos a que remite. Su punto 2 no goza de carácter básico, pues el Estado no puede autorizar a las CC.AA. el establecimiento de figuras de protección, algo ya establecido en el orden constitucional vigente. El punto 3 del art. 21 altera el régimen competencial al desconocer la competencia exclusiva de la Generalidad en materia de espacios naturales, utilizando para ello el concepto del dominio público y es, por ello, inconstitucional. El punto 4 también lo es, pues el Estado no tiene competencia alguna sobre espacios naturales, y la básica sobre medio ambiente de la que sí dispone no le permite vaciar y dejar sin contenido la competencia autonómica en la materia. La posible colindancia de un espacio natural con otro de una Comunidad Autónoma no justifica el precepto cuestionado, pues la competencia es territorial. No estamos aquí ante una materia de ámbito territorial intracomunitario, pues no cabe supraterritorialidad alguna. El segundo párrafo del art. 21.4 es también inconstitucional, pues el Estado no puede imponer a las CC.AA. la figura del convenio de colaboración.
El Capítulo Cuarto es todo él inconstitucional, por otorgar al Estado todas las competencias referentes a los Parques Nacionales incluso las de carácter ejecutivo y de pura gestión. La reserva estatal establecida en el art. 22.1 no tiene amparo en el bloque constitucional y la competencia para declarar Parques Nacionales de la Generalidad de Cataluña está subsumida en el Título competencial del art. 9.10 E.A.C.. La declaración de los espacios nunca puede ser de carácter básico, pues es por naturaleza concreta y específica para un espacio individualizado. El punto 3 de este precepto limita injustificadamente las competencias autonómicas, pues el interés general no basta para atribuir nuevas competencias al Estado. Así pues, este art. es íntegramente inconstitucional o inaplicable en Cataluña.
El art. 23 presupone que la gestión de los parques nacionales corresponde al Estado, limitando a las Comunidades Autónomas a una función colaboradora, lo que supone una inaceptable limitación de sus competencias no justificable por la competencia básica del Estado en materia de medio ambiente ni por el interés general, que debe alcanzarse a través del respeto del orden competencial y no al margen del mismo. Aun cuando determinados espacios naturales puedan tener un interés de alcance nacional, o incluso universal, ello no permite alterar el orden competencial; ni siquiera si el Estado pudiera declarar nacional un determinado parque se podría disminuir la competencia para su gestión. Nada se opone a que el Parlamento de Cataluña declare de interés nacional un parque natural dentro del territorio catalán, considerando como interés nacional el de todo el Estado, y así lo ha hecho la Ley 12/1985, pues las cualidades para ser declarado Parque Nacional son perfectamente objetivables. La referencia de la UICEN a la más alta autoridad del país no es óbice para ello, pues se respeta escrupulosamente el reparto interno de competencias en el seno de cada Estado. Además, la indeterminación y flexibilidad de los conceptos de interés general y de parque nacional son una puerta abierta a posibles expansiones de la actividad estatal: el Estado aplicando la Ley 4/1989 puede declarar como nacional cualquiera de los parques hasta ahora declarados y gestionados por las CC.AA. expandiendo la gestión estatal y burlando el orden competencial. Por todo ello este capítulo debe ser declarado íntegramente inconstitucional.
El análisis del Capítulo Quinto comienza con el del art. 24 en él incluido, que hace referencia a la utilización de los Planes de Ordenación de los recursos naturales; como quiera que la recurrente no considera básico dichos planes, tampoco entiende básico este precepto: su competencia exclusiva le ha de permitir establecer sus propios mecanismos de protección.
El art. 25 prevé la elaboración y mantenimiento de un inventario Nacional de Zonas Húmedas por parte del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. Pero los Planes Hidrológicos de las cuencas intracomunitarias se fijan, en Cataluña, por la Administración Hidráhulica de Cataluña (STC 227/1988). La Generalidad de Cataluña es competente para proteger las zonas húmedas en Cataluña, de acuerdo con el Plan Hidrológico Nacional, y a ello atiende el art. 11 de la Ley Catalana 12/1985. Por tanto, el último inciso del art. 25 es inconstitucional, pues las medidas en él previstas serán forzosamente contingentes y específicas, por lo que extravasan el ámbito de la legislación básica.
Titulo IV («De la Flora y Fauna Silvestres»). Su capítulo primero podría, en principio, ser considerado básico pero las referencias finales del art. 26.2 a la inclusión en alguna de las categorías mencionadas en el art. 29 constituye, en conexión con los arts. 29 y 30, un exceso competencial. El art. 26.4 contiene otra inadmisible remisión al art. 29. El art. 28.4 previene una intervención del Consejo General de la Ciencia y la Tecnología que no puede considerarse básica y no se compadece con la competencia exclusiva de la Generalidad en materia de caza, a la que hay que añadir la prevista en el art. 9.7 E.A.C. en materia de investigación.
Ya en el Capítulo Segundo, el art. 29 establece unas categorías de especies amenazadas que pueden ser consideradas admisibles. No puede serlo, sin embargo, el mandato relativo a la inclusión en los catálogos previstos en el art. 30. La catalogación de las especies es un acto de ejecución que, en todo caso, corresponde a la Generalidad de Cataluña (arts. 9.10, 9.17 y 10.1.6 E.A.C.).
Dentro del Capítulo Tercero, los arts. 33 y 34 pueden considerarse básicos, exceptuando el art. 33.4, que es inconstitucional por su conexión con el art. 24. Lo previsto en el art. 35 puede justificarse por los deberes de colaboración e información, pero desplazan a la Generalidad de Cataluña del ejercicio de sus competencias al prever un examen que se regulará reglamentariamente para obtener la licencia de caza y pesca. El punto 4 del mismo precepto establece como requisito para la obtención de la licencia la certificación expedida por el Registro Nacional de Infractores de Caza y Pesca, lo que priva a la recurrente de la facultad de ejecución que le corresponde en méritos del art. 9.17 E.A.C.. Por tanto los puntos 1, 2 y 4 del art. 35 son inconstitucionales.
Título V («De la cooperación y la coordinación»). La previsión que se contiene en el art. 36.1 respecto de la coordinación de las actuaciones sobrepasa el principio de colaboración y no está amparado en ningún título competencial estatal. Por ello, el art. 36.1 b) es inconstitucional. También lo es el art. 36.3, pues remite a un reglamento que sólo puede limitar el ejercicio de las competencias exclusivas de las CC.AA. Su último inciso es, además, inconstitucional por su conexión con el art. 8.
Título VI («De las infracciones y sanciones»). El art. 38 regula las infracciones administrativas, siendo así que la Generalidad de Cataluña tiene competencia exclusiva en la materia espacios naturales, lo que incluye la potestad de fijar las infracciones administrativas. En concreto, las infracciones 1, 2, 4, y 5 se refieren a actividades perturbadoras de los espacios naturales, sin que haya título competencial estatal para ello. Igual sucede con la tercera categoría de infracciones, así como con la séptima y la novena. La categoría sexta incide en los títulos competenciales específicos de caza y pesca, que corresponden exclusivamente a la recurrente, que ha ejercido esa competencia mediante Ley. Lo relativo a las especies vegetales incide, igualmente, en la protección de los espacios naturales. Con la décima categoría acontece lo mismo que con la sexta. La undécima y duodécima categorías corresponden también a la Generalidad de Cataluña por referirse a los espacios naturales. En suma, el art. 38 es inconstitucional.
Los arts. 39 y 41, por su parte, son inconstitucionales por su conexión con el art. 38.
También lo es la Disposición adicional primera, por no respetar la competencia de la Comunidad Autónoma para declarar parques nacionales como ya ha hecho con la Ley 7/1988; la Disposición adicional segunda lo es porque la Directiva 85/337 CEE de la que trae causa no incluye las actuaciones previstas en esta Disposición. La Disposición adicional quinta se impugna en cuanto configura como básicos los preceptos recurridos y la sexta porque corresponde a la Comunidad Autónoma la gestión de las ayudas en ella previstas. En fin, la Disposición transitoria segunda se recurre por conexión con los arts. 12, 13, 14, 16 y 17.
El recurso concluye solicitando la declaración de inconstitucionalidad o, subsidiariamente, de no aplicación en Cataluña de los preceptos recurridos.
7. La Junta de Galicia comienza su demanda con un planteamiento general en el que se exponen las líneas conductoras de la Ley recurrida y del esquema competencial constitucional y estatutariamente establecido. Se señala que el título estatal de protección del medio ambiente se entrecruza con diversos títulos competenciales que corresponden a las Comunidades Autónomas, lo que implica la inconstitucionalidad de los arts. 4, 5, 8, 19 y 21.3 de la Ley impugnada. Además, ésta regula la caza y la pesca fluvial, por lo que los arts. 30, 34 y 35 son contrarios a lo previsto en el art. 27.15 E.A.C.
A continuación se realizan extensas consideraciones, con profusión de citas doctrinales, sobre la articulación de la política de conservación de la naturaleza en la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Se hace necesaria, se afirma, la compatibilización de la protección integral de la naturaleza con el principio consagrado en el art. 130.1 C.E. Además de los espacios naturales protegidos hay otros cinco recursos naturales típicos: el suelo, las minas, los recursos hidráulicos, la contaminación atmosférica, la protección de la flora y la tutela de la fauna. Cada uno de estos recursos tiene un tratamiento jurídico propio e individualizado.
Se centra después el recurso en la distribución de competencias en la materia de medio ambiente, que han de manifestarse en su ámbito estricto, y no con un sentido unicomprensivo. Son los arts. 149.1.23 y 148.1.9 C.E., en unión de los Estatutos de Autonomía, los que determinarán los parámetros. La Constitución, se afirma, utiliza la expresión medio ambiente con alcance diferente en dos lugares: en el art. 45 como principio rector de la política social y económica y en los arts. 148.1.9 y 149.1.23. La mención ambiental tiene aquí un sentido más restringido, residual, puesto que determinados recursos naturales -como el agua, la fauna o la flora- son objeto de consideración específica. Por consiguiente, la fórmula competencial «medio ambiente» sólo es aplicable a los recursos no mencionados expresamente en las listas competenciales o no asumidos en los respectivos Estatutos.
Se adentra a continuación el recurso en la delimitación del concepto de materia, sobre el que descansa nuestro sistema competencial, apuntándose las definiciones doctrinales y nuestra jurisprudencia al respecto para concluir que el concepto de medio ambiente no puede hacer referencia a las actividades, funciones o materias que figuran en otros párrafos, por lo que hay que entender que dicho concepto es una de las denominadas competencias residuales.
Acto seguido se estudia el concepto de legislación básica, reseñándose igualmente la doctrina y la jurisprudencia; según esta última, las bases y las leyes de desarrollo constituyen un único sistema normativo. En el concepto de legislación básica ha cobrado relieve, a partir de nuestra STC 69/1988, el elemento formal.
La materia de medio ambiente no es, se afirma, cabeza de grupo de un sistema normativo, pues no se trata de una materia concreta sino de aspectos sectoriales que constituyen per se auténticos sistemas normativos. Por ello, no puede aceptarse que la ordenación territorial se inserte en el medio ambiente, como se deduce de la exposición de motivos de la ley recurrida. Cuando una actuación incide en dos o más ámbitos diferentes es preciso determinar la categoría a la que se conducen primordialmente las competencias controvertidas (STC 80/1985). La ley recurrida engloba en su definición del medio ambiente materias o disciplinas con individualidad propia, que en modo alguno pueden considerarse incluidas en aquél por el mero hecho de ser objeto de la norma. Tampoco cabe aceptar que el medio ambiente comprenda materias no previstas en los arts. 148 y 149 C.E., arguyendo que las tendencias actuales hayan ensanchado la materia al extremo de influir, alterándolas, en las reglas competenciales. Cuando concurren títulos competenciales relativos a distintos conjuntos normativos es preciso indagar cuál es la regla competencial prevalente teniendo presente la razón o fin de la misma desde la perspectiva de la distribución constitucional de competencias (STC 7/1982).
Así pues, las bases y su desarrollo se integran en un mínimo sistema normativo; son competencias horizontales, fundamentalmente, la planificación económica y la planificación física, como la ordenación territorial. La Ley recurrida supone una invasión competencial en la ordenación del territorio, en cuanto que los planes en ella previstos se imponen a los instrumentos de ordenación territorial.
Se resumen a continuación las competencias de las CC.AA. en materia de protección de medio ambiente, comenzando por la de dictar normas adicionales de protección. La competencia estatal de dictar la legislación básica sólo actúa respecto de los recursos naturales no mencionados expresamente en las listas constitucionales o estatutarias. Por lo que respecta a las competencias ejecutivas o de gestión, la ley impugnada excede de las competencias estatales en su art. 19.1, y en el art. 21 se realiza una atracción competencial de gestión ajena a la potestad legislativa del Estado. Las competencias de gestión han sido asumidas en exclusiva por la Comunidad Autónoma de Galicia (arts. 27.30 y 37 E.A.G.). Por ello, los arts. 19 y 21.3 están viciados de incompetencia. Lo previsto en este último constituye, se asegura, una actividad propia de las competencias de gestión o ejecutivas que corresponden a la Comunidad Autónoma de Galicia.
En primer término, es preciso analizar qué se entiende por legislación básica, para luego determinar si la ley impugnada se mantiene en ese terreno. Pues bien, el art. 8 atenta a la reserva de ley formal que para las bases exige la jurisprudencia de este Tribunal. Además, se incurre en excesos competenciales, especialmente en lo referente a los instrumentos de ordenación territorial: las directrices son mecanismos reguladores de la ordenación territorial al margen del esquema de distribución de competencias.
Afirmada la competencia exclusiva de la recurrente sobre la ordenación del territorio, sobre la que no se superpone ni prevalece el medio ambiente, se infiere de ello la inconstitucionalidad de los preceptos de la Ley 4/1989 que regulan aspectos o funciones propias de la ordenación territorial y el urbanismo, como sucede con los arts. 4, 5 y 19. Estos preceptos operan en la redistribución competencial, atribuyen al Estado potestad para regular la ordenación territorial, que es competencia de la Comunidad Autónoma de Galicia; en el art. 21.3 es la Ley de Costas la que actúa, con idéntico resultado, como mecanismo redistribuidor. Además, los nums. 3 y 4 del art. 4 son excesivamente detallistas, lo que es incompatible con su pretendido carácter básico, puesto que no deja lugar a la competencia autonómica de dictar normas adicionales de protección (se cita la STC 32/1981) las bases no son una regulación agotadora de la materia, y la competencia de desarrollo legislativo de las CC.AA. implica que éstas puedan elaborar una política propia (STC 35/1982). La STC 13/1989 configura los dos aspectos fundamentales del carácter básico, y de ella se deduce que el art. 4 desborda el ámbito material de las bases, algo que también acontece en el art. 8, puesto que las directrices en él previstas carecen del contenido material de bases y configuran el ámbito de la competencia autonómica. Además, la determinación futura, con carácter básico, se remite a la vía reglamentaria. Citando en su apoyo la STC 227/1988, se concluye que el art. 8 es inconstitucional y que ello afecta, por conexión, a los arts. 4, 5 y 19. Además, el medio ambiente, por su carácter sectorial, sólo puede ser objeto de normativa básica, lo que exige dos requisitos: su carácter material y su carácter formal; el primero no existe en el art. 4, y el segundo no se da en el art. 8.
En su tercer y último apartado el recurso que ahora nos ocupa atiende al análisis de las competencias autonómicas en materia de flora y fauna. Se arranca, para ello, de la afirmación de que la flora se integra en el título competencial aludido en el art. 148.1.8 C.E., que el E.A.G. ha asumido en su art. 27.10. Por consiguiente, compete al Estado la legislación básica, pero las normas adicionales (legislación de desarrollo y ejecución) corresponden a la Comunidad Autónoma de Galicia.
No existe en la Ley 4/1989, de forma directa y contundente, se dice, invasión competencial en lo que atañe a la flora silvestre, aun cuando pudiera haber algún supuesto conflictivo; cosa muy diferente sucede con la fauna.
Se reseña la evolución jurídica de la protección de la fauna, y se concluye que la diferenciación de los títulos competenciales estatal (art. 149.1.23 C.E.) y autonómico (caza y pesca fluvial) exige una diversificación del tratamiento. La regulación de la caza, en términos administrativos es competencia de la Comunidad Autónoma de Galicia. Sin embargo, los arts. 30, 34 y 35 de la Ley impugnada regulan aspectos que afectan a la pesca fluvial y la caza, materias de competencia autonómica. La actividad cinegética, y no otra, es la materia regulada en los arts. 33,. 34 y 35. Por lo que al primero respecta, la referencia que se hace a la Administración competente y a las Comunidades Autónomas pudiera ser suficiente para impedir la invasión del art. 27 E.A.G.; pero no sucede lo mismo con los arts. 34 y 35 de la Ley recurrida. Las determinaciones sobre la actividad cinegética y acuícola contenidas en el primero y la disciplina del ejercicio de la caza y pesca, que incluye requisitos y procedimientos, regulada en el segundo no son susceptibles de encuadre en la legislación básica sobre protección del medio ambiente. Las especies susceptibles de caza serán determinadas por el mapa de forma unilateral, según el art. 30, y a través de la inclusión en los catálogos previstos en el art. 29 se excluyen de la caza especies, subespecies o poblaciones, privando de tal competencia a la Comunidad Autónoma de Galicia. Por ello el art. 30 invade competencias autonómicas de la Comunidad Gallega.
Se realiza a continuación, y para finalizar, una síntesis de lo expresado en el recurso y se concluye, en definitiva, solicitando sentencia que declare la inconstitucionalidad de los arts. 4, 5, 8, 19, 21.3, 30, 34 y 35 de la Ley 4/1989.
8. El Parlamento de Cataluña comienza con una exposición de los antecedentes, tras lo cual se adentra en las alegaciones y en éstas nos recuerda el objetivo de la Ley 4/1989: ley sectorial de carácter conservacionista que atiende a cumplir el mandato recogido en el art. 45 C.E. Ahora bien, pretende también tener carácter de norma básica, pero la norma prevista en el art. 45.2 C.E. no puede tener carácter de norma atributiva de competencias, sino que, dada su ubicación sistemática en la Constitución, se dirige por igual a todos los poderes públicos. A juicio de la recurrente, el título de intervención estatal contemplado en el art. 149.1.23 C.E. no permite al Estado dictar legislación básica en relación a sectores materiales distintos a los contemplados en dicho precepto como, sin embargo, ocurre en la Ley recurrida.
Además, la práctica totalidad de las normas declaradas básicas por la Disposición adicional quinta no tienen en realidad ese carácter.
El art. 149.1.23 C.E. atribuye al Estado la competencia exclusiva sobre la legislación básica en materia de medio ambiente, pero ello no le habilita para dictar una regulación básica sobre cualquier sector material relacionado con la materia ambiental. Para el legislador estatal el concepto de medio ambiente es omnicomprensivo y le habilita para dictar normas básicas en todas las materias, sectores, servicios y actividades relacionadas con el mismo; pero este no es el concepto de medio ambiente plasmado en el art. 149.1.23 C.E.
El concepto de medio ambiente de los arts. 148.1.9 y 149.1.3 C.E. tiene un valor residual; pero ello no permite aplicar la atribución competencial allí prevista sobre los sectores materiales específicamente contemplados en la Constitución o las normas estatutarias, pues en estos casos prevalecen las previsiones específicas respecto a la materia de que se trate. Por consiguiente, para valorar la constitucionalidad de la Ley 4/1989 habrá que estar a dichas previsiones específicas.
La ley impugnada crea un instrumento nuevo en nuestro ordenamiento jurídico: los planes de ordenación de los recursos naturales. Pues bien, el legislador central impone a su través a las Comunidades Autónomas el deber de planificar sus recursos naturales, regulando el contenido de los planes y sus efectos y reservando la posibilidad de dirigir la planificación mediante directrices reglamentarias, que no distinguen entre los diversos recursos naturales. Este tratamiento choca frontalmente con el que los arts. 148 y 149 C.E. otorgan a los recursos naturales.
Aun admitiendo que el Estado pueda dictar normas básicas incluso en relación con los sectores materiales que son competencia exclusiva de las CC.AA. difícilmente puede tener carácter básico la imposición de un instrumento normativo concreto para ejercer las propias competencias. La previsión del art. 4.1 L.C.E.N. no excluye que sea el Estado quien realice la planificación y la haga prevalecer sobre la autonómica. El art. 8 es inconstitucional, por remitir al Reglamento para determinar las normas básicas (SSTC 69/1988, 182/1988, 81/1988 y 13/1989). Por ello, los arts. 4, 5 y 8 son contrarios al orden competencial.
Entra a continuación el recurso en la protección de los espacios naturales, sobre la que ya ha dicho este Tribunal que constituyen un supuesto de competencia exclusiva en sentido estricto, si bien no ilimitada o absoluta. El E.A.C. remite, en su art. 9.10, al art. 149.1.23 C.E. Pero éste no puede limitar nunca las competencias relativas a espacios naturales, pues espacios naturales y medio ambiente son títulos competenciales distintos. Sin embargo, están doblemente relacionados, por lo que la competencia estatal limita la autonómica en materia de espacios naturales. Pero ello se reduce a que el legislador autonómico se verá obligado a respetar las normas básicas que en materia medio ambiental haya dictado el Estado. Esta limitación no puede tener la misma intensidad que si existiese una competencia estatal para dictar las bases relativas a la materia espacios naturales.
La ley impugnada no respeta, se nos dice, esta distribución competencial y realiza una regulación exhaustiva de los espacios naturales, otorgando el carácter de norma básica a preceptos que rebasan el ámbito de lo básico. Así, su art. 10 condiciona la declaración de determinados espacios naturales como protegidos a lo regulado en la propia Ley, por lo que ha de considerarse inconstitucional en virtud de la conexión que establece. El art. 15.1 exige un planeamiento previo para poder ejercer una competencia propia, por lo que tampoco es aceptable: ha de ser el legislador autonómico el que prevea los requisitos de tramitación que considere oportunos. Por la misma razón es inconstitucional el art. 19, y también lo son, por imponer instrumentos de planificación determinados, los arts. 24 y 33. El art. 21.1 contiene una excepción relativa a los parques nacionales, que remite a lo que luego se dirá sobre el Capítulo Cuarto de la Ley y que es también inconstitucional en méritos de la citada conexión. Las excepciones previstas en los apartados 3 y 4 del art. 21, relativas a los bienes regulados en la Ley de Costas y a los Parques Nacionales son inconstitucionales: la primera porque, basándose en la pertenencia de dichos bienes al dominio público estatal, pretende trasladar a la esfera estatal la competencia autonómica regulada en el art. 9.10 E.A.C.; la titularidad del dominio no puede confundirse con la competencia, pues ambas potestades son de diferente naturaleza, por lo que quien ha de ejercer la competencia es la Generalidad de Cataluña, que la tiene atribuida constitucional y estatutariamente. Tampoco es admisible la segunda excepción, pues sólo podría sustentarse, como sucede con las obras públicas, en que su realización afecte a más de una Comunidad Autónoma y en gozar como característica esencial de movilidad; pero ni una ni otra característica concurre en los espacios naturales que son inmóviles y esencialmente territoriales. Por ello la Constitución no menciona los espacios naturales en el art. 149.1 C.E., y corresponde a cada CC.AA. la declaración en el marco de su correspondiente territorio. Las posibles dificultades de gestión no justifican la sustracción de la competencia autonómica y pueden ser superadas merced al deber constitucional de colaboración.
El art. 22.1 define una categoría especifica de parques, los Parques Nacionales, reservándose su declaración, mediante ley, a las Cortes Generales. Esta previsión está basada en la idea de que tales espacios son de un interés exclusivamente nacional, como si más allá de nuestras fronteras no existiese interés por su protección; además, presupone que el Estado no tiene interés en la protección de los demás espacios naturales. Por otro lado, como la calificación de interés nacional no responde a un interés subjetivo, sino a las cualidades objetivas de un determinado espacio, nada obsta a que sea la Comunidad Autónoma quien aprecie tales cualidades y lleve a cabo la gestión. Tan sólo en caso de inactividad de la Comunidad Autónoma se justificaría la intervención estatal. Este parece haber sido el criterio de este Tribunal en su sentencia 82/1982. Por ello, el art. 22 es contrario al orden constitucional. Por conexión con él lo son el art. 23, que establece un patronato para gestionar los parques nacionales, y la Disposición transitoria segunda.
El art. 25 se refiere a las zonas húmedas. La Generalidad de Cataluña, que es competente en materia de protección del medio ambiente en el marco de la legislación básica estatal y ha de elaborar los planes hidrológicos correspondientes a la cuenca del Pirineo Oriental de acuerdo con el Plan Hidrológico Nacional, está legitimada para introducir en él las medidas de protección de las zonas húmedas que considere oportunas. Así pues, el último inciso del art. 25 es inconstitucional, al no especificar que las medidas de protección que el Estado puede indicar tiene tan sólo el carácter de técnicas complementarias.
El art. 35 vulnera el orden constitucional de distribución de competencias en el segundo párrafo de su apartado 4, al configurar el certificado expedido por el Registro Nacional de Infractores para conceder la licencia de caza o pesca, toda vez que esta previsión no se ajusta a la competencia que el art. 9.17 E.A.C. atribuye a la Generalidad de Cataluña en materia de caza y pesca en aguas interiores, fluvial y lacustre.
El primer apartado del art. 36 prevé dos comités especializados adscritos a la Comisión Nacional de Protección de la Naturaleza. El segundo de ellos, el comité de flora y fauna silvestres ha de coordinar las actuaciones en la materia, incluso las de las Comunidades Autónomas. Si esta coordinación se entendiese como expresión de una competencia que superara la colaboración inherente al modelo de Estado sería inconstitucional, pues el Estado carece de competencia para coordinar en la materia de medio ambiente. El apartado 3 de este artículo es también inconstitucional por su conexión con el art. 8.
Finaliza el recurso con el examen de las Disposiciones adicionales. De entre ellas, la segunda amplía la lista de actividades sometida a evaluación de impacto ambiental, aplicando la directiva 85/377/CEE; pero tal Directiva ha sido ejecutada por la Generalidad de Cataluña mediante el Decreto del Consejo Ejecutivo 114/1988 y al ser la Generalidad competente para ejecutar en su ámbito de competencias la normativa comunitaria, la previsión ampliatoria de la Disposición adicional segunda
de la Ley impugnada no puede gozar de carácter básico respecto de la Comunidad Autónoma Catalana y es, por ello, inconstitucional. También lo es la Disposición adicional quinta, que declara básicos preceptos de la Ley 4/1989 que no tienen ese carácter.
La Disposición adicional sexta no especifica que será la Generalidad quien conceda las ayudas en él previstas, aunque tampoco lo excluye; pero al no especificarse que será la Generalidad, cuando ella haya declarado protegido el espacio natural de que se trate, quien conceda las ayudas, este precepto no puede considerarse ajustado al orden competencial previsto por la Constitución.
Se concluye solicitando la declaración de inconstitucionalidad de los arts. 4, 5, 8, 10.1, 15, 19, 21, 22, 23, 24, 25, 33, 35, 36, Disposiciones adicionales segunda quinta y sexta y Disposición transitoria segunda de la recurrida Ley 4/1989.
9. El Abogado del Estado se personó, como ya se ha dicho, en los recursos de inconstitucionalidad y formuló alegaciones. Estas parten de consideraciones generales sobre el ámbito de la competencia estatal reconocida en el art. 149.1.23 C.E. y, más precisamente, de la forma en que dicha competencia puede concurrir con títulos autonómicos competenciales distintos del expresamente mencionado, cuales puedan ser los de caza, pesca y espacios naturales protegidos. Señala el Abogado del Estado que todos los recursos plantean el mismo problema general, el de determinar en qué modo puede concurrir la competencia estatal sobre el medio ambiente con los citados y distintos títulos autonómicos de competencia.
A tal efecto, el Abogado del Estado repasa lo que él denomina competencias autonómicas generales sobre el medio ambiente recogidas en los distintos Estatutos de Autonomía. Además, relaciona las competencias específicas (caza y pesca) de los citados Estatutos, a las que hay que añadir las relativas a la ordenación del territorio y urbanísticas.
El análisis del Abogado del Estado parte de nuestras STC 64/1982, 69/1982 y 82/1982, que se reseñan con detalle, concluyendo que, según la STC 69/82, confirmada luego en la núm. 170/1989, la competencia constitucional del art. 149.1.23 C.E. ampara la existencia de normas básicas estatales sobre espacios naturales protegidos y es igualmente aplicable a las competencias andaluza y canaria al respecto. Tras relacionar la jurisprudencia de este Tribunal recaída hasta el presente sobre la materia, concluye con que la competencia estatal que nos ocupa tiende a comportarse como una competencia general que, al modo de la prevista en el art. 149.1.13 C.E., puede concurrir, limitándolas, con muy diversas competencias exclusivas, de las Comunidades Autónomas. Lo esencial en este caso no es la aparición de materias singularizadas, sino que la norma estatal en examen pueda considerarse norma básica de protección del medio ambiente según en la interpretación constitucional razonable del art. 149.1.23 C.E., a cuya luz han de interpretarse las normas de competencia estatutaria.
Para el representante del Estado, el centro de gravedad de la norma competencial no es tanto el término «medio ambiente» como el de «protección»: se trata de un título finalista o teñido teleológicamente. De ahí que exista conexión entre el art. 149.1.23 C.E. y el art. 45 de la propia norma. Existe, pues, un concepto constitucional unitario de medio ambiente, que habrá de determinarse conforme a los tratados y acuerdos internacionales, pues es aquí aplicable la regla del art. 10.2 C.E. El régimen protector de los espacios naturales, así como el de la fauna y flora silvestre, forma parte de la protección del medio ambiente, según se deduce de la definición de conservación de la naturaleza de la U.I.C.N.
Realiza a continuación el Abogado del Estado diversas consideraciones generales sobre el art. 149.1.1 C.E., apuntando que, cuando una norma o acto del Estado puede ampararse en más de un título de los contenidos en dicho precepto y los varios títulos concurrentes son de estructura y alcance parejos, es frecuente que este Tribunal conceda preferencia a uno de ellos; en otros casos el Tribunal ha admitido la concurrencia del art. 149.1.1 C.E. con otro título de competencia estatal (así la STC 227/1988). Nuestra STC 32/1983 definió el derecho al medio ambiente adecuado como perteneciente a todos los españoles y admitía expresamente la conexión entre los arts. 149.1.1 y 45.1 C.E. El régimen protector de los espacios naturales se traduce en limitaciones que se verifican a través de normas legales y reglamentarias, planes y actos administrativos. De ahí que pueda establecerse conexión entre el art. 149.1.1 y otros preceptos constitucionales como el 33, el 25.1 y el 45.1 y 3.
Se adentra el Abogado del Estado, posteriormente, sobre el concepto de bases y legislación básica. Según él, el problema planteado por esta Ley se concentra en determinar si el legislador nacional ha desbordado o no los límites de su competencia para dictar legislación básica o regular condiciones básicas. Colaciona a este respecto la STC 86/1989, en la que yace implícita la necesidad de reconocer al legislador estatal un cierto margen de apreciación, que equivale al espacio de libertad política de configuración de que goza el legislador nacional a la hora de definir políticamente lo que en cada momento es o no básico, señalando que el juicio político que al respecto hagan las Cortes Generales es irrevisable por este Tribunal, cuyo control es jurídico. Los principios inspiradores de este juicio jurídico son la razonabilidad de los fines y la correspondencia o proporcionalidad de los medios empleados. En resumen, serán básicas las normas esenciales para garantizar la uniformidad en el territorio nacional. En lo que al medio ambiente se refiere, alude a nuestra STC 170/1989, según la cual la legislación básica posee en esta materia la característica técnica de normas mínimas de protección.
A continuación el Abogado del Estado se adentra en el análisis concreto de los preceptos impugnados.
a) Respecto del Título I el Abogado del Estado combate la impugnación del art. 1 señalando que habrá que examinar cada una de las cuestiones concretas que se plantean. Señala algunos extremos sobre el contenido de la legislación básica, sobre las súplicas de los recursos y sobre los posibles efectos de la sentencia.
b) En el Título II combate la impugnación del art. 4 señalando que la planificación en él regulada tiene carácter finalista, enfocado a la protección del medio ambiente, a cuyos efectos el legislador elige como instrumento el planeamiento de los recursos naturales. Por consiguiente, no desborda el límite de lo básico, y expresa una decisión capital para lograr el objetivo conservacionista, señalando el contenido mínimo de los planes. La referencia que se hace en su apartado primero a «las Administraciones Públicas competentes» reenvía al orden constitucional y estatutario de competencias; la objeción formulada contra el art. 4.4 e) confunde interesadamente la noción constitucional de Base con la noción eurocomunitaria de Directiva y, además, pretende suscitar una cuestión intempestiva, pues el recurrente no impugnó el Real Decreto Legislativo a que se refiere. La invocación de que este art. recuerde al 9.1 de la L.O.A.P.A. carece de seriedad, ya que el art. 4 nada tiene que ver con el art. 131 C.E., al que se remitía la L.O.A.P.A.
El art. 5 prevé la obligada fuerza pasiva del Plan, que normalmente será aprobado por las Comunidades Autónomas. Algunos de sus extremos tienen eficacia sólo indicativa y subsidiaria. Su apartado 2 atribuye a la planificación medio ambiental eficacia limitativa y la atribuye fuerza pasiva superior a la de los demás instrumentos de ordenación territorial y física. Pues bien, esta fuerza pasiva o prevalencia las tendrá un plan que normalmente habrán de aprobar las CC.AA. Por consiguiente, este precepto regula las relaciones entre tipos de planeamientos con abstracción de la distribución de competencias. El apartado 3 sólo tiene eficacia indicativa y, por lo tanto, no es vinculante. En definitiva, no puede negarse carácter básico a las normas del art. 5 L.C.E.N. si hay que reconocérselo al art. 4.
El art. 6 no regula, según él, el procedimiento de elaboración de los planes, sino que asegura la efectividad de ciertos principios en la regulación de tal procedimiento. Además, el procedimiento para la aprobación de los Planes es distinto del utilizado para la elaboración de disposiciones de carácter general.
El art. 7 no tiene carácter básico, y el art. 8 se limita a establecer una tautología competencial que impide considerarlo inconstitucional. Serán las directrices elaboradas según lo en él previsto las que, en su caso, deban corregirse. A continuación, se justifica el recurso a esta remisión a normas sin rango de ley, pues no cabe entender proscritas las directrices cualquiera que sea su contenido, sino sólo cuando no concurren razones que hagan virtualmente imposible la determinación por la propia ley de los requisitos básicos (STC 227/1988), siendo admisibles la remisión cuando se trate de materias cuya naturaleza exija una actuación rápida que la ley no permite (STC 86/1989). Pues bien, todo planeamiento se mueve en coordenadas de espacio y tiempo y contiene un elemento dinámico. Las directrices habrán de variar según lo hagan la conservación de recursos y ecosistemas y a medida que aparezcan factores nuevos. Junto a la flexibilidad concurre aquí el marcado carácter técnico de las directrices, todo lo cual justifica el establecimiento de criterios y normas básicas por vía reglamentaria.
c) En el Título III, el art. 9 está amparado, según se infiere de la STC 227/1988, por el art. 149.1.23 C.E. y se limita a imponer cierto contenido, con independencia de a quien corresponda regular y aprobar la planificación; el art. 10.1 delimita qué espacios del territorio nacional pueden ser declarados protegidos, por lo que es de carácter básico, casi lo básico de lo básico. Por lo demás, el reenvío en él contenido habrá de entenderse referido a los preceptos que sean declarados constitucionales, por lo que nada hay en este art. de inconstitucional.
Los arts. 12, 13, 14, 16, 17 y 18 y la Disposición transitoria segunda establecen, en términos generalísimos consecuencias limitativas o prohibitivas inherentes a la prohibición, con lo que es manifiesto su carácter básico, ya que establecen un catálogo mínimo de figuras de espacios protegidos y, además, la definición de cada categoría está hecha de suerte que los legisladores autonómicos tiene gran libertad de configuración. La relevancia internacional de la clasificación refuerza la justificación del mínimo de homogeneidad exigible. Estos preceptos, además, respetan las competencias de las Comunidades Autónomas para ampliar la protección.
El art. 15 trata de dar verdadera efectividad al principio de planificación, por lo que ha de considerarse básico: no regula un trámite de procedimiento sino que establece una preferencia cronológica, que incorpora una garantía de mayor racionalidad y eficacia protectora. El art. 15.2 es también básico porque la excepción a una regla general básica ha de entenderse también básica (STC 227/1988). El art. 15.1 no regula un trámite de procedimiento, sino que establece una preferencia cronológica de técnicas de protección.
El art. 19 es básico porque pretende establecer el mínimo común denominador normativo del régimen de uso y gestión de los parques: es un mínimo común denominador normativo del régimen de uso y gestión de los parques, que permite variadas opciones de configuración a los legisladores autonómicos competentes: se limita a prever una figura de planeamiento y a regular sus rasgos generales; en cuanto procedimiento de planificación es distinto al de elaboración de disposiciones de carácter general y no trata de regular un procedimiento sino de fomentar la cooperación entre las diversas Administraciones.
La objeción contra el art. 21 carece de consistencia propia en lo que se refiere a su primer apartado; el segundo apartado se limita a reconocer competencias normativas autonómicas. Tiene sentido recognoscitivo de ciertas competencias autonómicas y es pauta de articulación entre las normas básicas estatales y las normas autonómicas que podrán añadir otras figuras protectoras a las categorías básicas.
El apartado 3 de este art. es uno de los más combatidos. Reconoce el Abogado del Estado que la titularidad estatal del dominio público no predetermina las competencias. Pero tal titularidad no es la ratio del precepto: ésta descansa en que las Cortes Generales consideran básico reservar al Estado la declaración y gestión de los espacios reseñados en el precepto. La reserva contenida en el mismo comprende tanto potestades normativas como estrictamente ejecutivas.
No hay duda de que es básica la declaración de estos espacios naturales, pues con ellos aumenta la intensidad de las vinculaciones y limitaciones de signo conservacionista y se evitan las interferencias en las potestades estatales de gestión. Además, la declaración es discrecional y este Tribunal siempre ha considerado la discrecionalidad como razón suficiente para calificar como básica la reserva estatal.
También es básica la reserva de las potestades ejecutivas, puesto que la gestión centralizada es imprescindible. Otra cosa presentaría graves riesgos de interferencia entre las distintas Administraciones, que podrían perturbar la finalidad proteccionista global plasmada en la ley de costas. Por último, el art. 21.3 es una derivación de la preferencia que recibe la legislación específica de costas sobre la de espacios naturales, una vez que la primera ha asumido el objetivo conservacionista.
El art. 21.4 tiene un carácter básico fácilmente justificable: expresa la primacía del hecho natural sobre la artificiosidad de los límites administrativos y evita discontinuidades en el régimen protector. También es básico su segundo párrafo, que además nada impone a las Comunidades Autónomas: el convenio es, por definición un acto de libre voluntad, y lo aquí previsto deriva de un principio estructural de nuestro Estado compuesto. La expresión "coordinación" que aquí se utiliza es un tanto lata y exige concreción. La reserva de la coordinación es básica, puesto que es consecuencia de reservar al Estado la declaración como protegido de un espacio natural interautonómico, argumento extensible a la reserva de la presidencia del órgano de participación.
Por lo que se refiere al art. 22, la declaración de Parque Nacional es de interés general para la nación española y sólo puede corresponder a quien representa la soberanía nacional y a quien puede asignar recursos presupuestarios estatales: jamás puede incumbir a quien sólo representa un fragmento del pueblo español. Así pues, está amparado por el art. 149.1.23 C.E. No es contrario al bloque de constitucionalidad que sean las Cortes Generales quienes, por ley, declaren parque natural a un cierto espacio natural, pues la Constitución no ha entendido que la determinación de todos los espacios naturales protegidos sea de exclusivo interés autonómico. Además, el apartado 3 de este art. permite que las CC.AA. impulsen la declaración de Parque Nacional y el apartado 2 limita y objetiva la apreciación del interés general de la nación.
Por lo que se refiere a la reserva estatal de la gestión de los parques nacionales, el Abogado del Estado reconoce que exige una justificación especial. El halla dos en la Ley que nos ocupa. La primera es que los parques nacionales pueden estar y están situados en diferentes comunidades Autónomas y la gestión precisa, pues, un extenso margen de discrecionalidad. Es imprescindible centralizar la gestión de los parques. En segundo lugar, la gestión nacional, que también se da en otro tipo de estados compuestos, tiene un alto valor expresivo, simbólico incluso, de preponderante interés general de la nación. La opción por un modelo de gestión participada, a través de patronatos, que se plasma en el art. 23 es constitucional puesto que lo es la reserva estatal de la gestión.
El art. 24 no es impugnado autónomamente, sino en conexión con los arts. 4 y siguientes, por lo que el Abogado del Estado se remite a lo dicho a ese respecto. El art. 25 guarda relación con el art. 103 de la Ley de Aguas, precepto no juzgado inconstitucional en la STC 227/1988. No vulnera ninguna norma de reparto competencial: su objetivo es de mero conocimiento y eventual.
d) Ya en el Título IV, el Abogado del Estado señala que los apartados 2 y 4 del art. 26 sólo han sido impugnados por su conexión con los arts. 29 y 30, por lo que se remite a lo que sobre ellos dirá. Respecto del art. 28.4, el Abogado del Estado señala su escasa fuerza vinculante y su propósito de conseguir unos criterios generales y uniformes.
El art. 29 sólo es impugnado por su conexión con el 30. Este deriva de la necesidad de proteger las especies más allá del ámbito de una Comunidad Autónoma y señala un contenido mínimo y uniformador: una especie vegetal o animal puede estar amenazada en toda España o necesitar protección más allá del ámbito de una comunidad autónoma, y a estas especies se refiere el catálogo nacional. El legislador nacional uniforma los efectos prohibitivos de la inclusión en el catálogo nacional y permite el pluralismo autonómico en la planificación de medidas protectoras. Los arts. 30 y 31 son claras normas básicas de protección del medio ambiente: apreciar que una especie está en peligro de extinción encierra un amplio margen de indeterminación. Como es preciso valorar el ámbito territorial, es exigible confiar esas apreciaciones a un órgano central a título de decisión básica.
Admitida la constitucionalidad del catálogo, ningún reproche puede hacerse al art. 31. Nada se opone a él desde el punto de vista del orden de competencia, pues sus prohibiciones tienen destinatario general y no interfieren ninguna esfera autonómica de competencia; además, las obligaciones que impone no desbordan el límite de lo básico.
Los apartados 1 y 2 del art. 33 son claramente básicos, ya que establecen qué especies no pueden ni cazarse ni pescarse, con lo que se plasma una norma de protección de recursos naturales elementales. El apartado 3 de dicho art. tiene también un fin de protección y fomento de la riqueza natural y el apartado 4 se enlaza con el anterior, y no se refiere a una planificación pública sino privada.
El art. 34 queda completamente amparado por los arts 149.1.1 y 149.1.23 C.E. y no impide a las Comunidades Autónomas prohibir otros procedimientos. Todos sus preceptos tienen una manifiesta finalidad protectora. Además, no impide a las CC.AA. adoptar medidas adicionales de protección prohibiendo otros procedimientos. La prohibición de comercializar se refiere a todo el territorio nacional y, en general, todas las letras de este precepto se caracterizan por su finalidad protectora y por ser todas ellas compatibles con variadas opciones autonómicas, dejando a las CC.AA. un espacioso campo para la normación y la ejecución. Por consiguiente, el art. 34 no desborda lo básico.
El art. 35, 1 y 2, contiene una mera formulación normativa de principio, por lo que es básico, dado su carácter protector. Su apartado 2 deniega carácter suprarregional a los actos administrativos autonómicos, con una clara finalidad protectora. Puede discutirse si las reglas contenidas en este precepto son las más adecuadas, pero la divergencia de opiniones no es razón de inconstitucionalidad. La mera declaración de un principio, sin pasar de ahí, manifiesta claramente su condición de norma básica.
La cuestión es, aquí, si el principio de comprobación de los conocimientos en materia de caza y pesca es o no una norma protectora del medio ambiente. No es arbitrario pretender una mínima destreza en la caza o pesca, pues ello repercute en la protección del medio ambiente que quedará mas salvaguardado cuanta mayor sea la pericia del cazador o pescador.
La limitación de las licencias de caza y pesca al ámbito territorial de las CC.AA. protege a la fauna silvestre, al dificultar una actividad cuyo resultado es la muerte o captura de animales. La negación de eficacia suprarregional a las licencias está ordenada al servicio de la finalidad conservacionista.
El apartado 3 del mismo art. se justifica como instrumento necesario para el ejercicio de las competencias y el apartado 4 tiene la función capital de otorgar eficacia nacional a las sanciones impuestas por las Comunidades Autónomas. Su último párrafo tiene similar objeto y con él se pretende establecer un requisito uniforme para la obtención de la licencia de caza o pesca en cualquier comunidad autónoma que es, simplemente, el no ser infractor en ninguna de ellas. Si este apartado faltara, los infractores habituales en una Comunidad Autónoma podrían obtener licencia en otra, con el consiguiente perjuicio para la fauna silvestre. El certificado exigido es la expresión de la eficacia nacional o suprarregional otorgada a los actos administrativos sancionadores dictados por las CC.AA. en materia de caza y pesca.
e) El único art. del Título V es básico para permitir el debido cumplimiento de los convenios internacionales y del derecho eurocomunitario. La letra b) del art. 36.1 se refiere a la coordinación no como tipo específico de competencia sino como un resultado práctico (STC 76/1983). Es al Estado al que corresponde velar por el debido cumplimiento de los convenios internacionales y del derecho eurocomunitario, lo que obliga a reconocerle los instrumentos precisos para ello. La remisión que se contiene en el apartado 3 es constitucionalmente irreprochable. La invocada conexión con el art. 8 tampoco es causa de inconstitucionalidad por cuanto aquel precepto tampoco es inconstitucional.
f) Ya en el Titulo VI, el art. 38 reviste claro carácter básico, como ha señalado este Tribunal en su Sentencia 227/1988, entre otras, según la cual tienen carácter básico los tipos generales de ilícito administrativo, los criterios para la calificación de su gravedad y los límites máximos y mínimos de las sanciones. A la luz de esa doctrina, no pueden prosperar las impugnaciones relativas a los arts. 38, 39 y 41. El primero recoge tipos generales de injustos administrativos y es claro que la amplitud de tales tipos permite una gran variedad de opciones. Los arts. 39 y 41 implican una tautología competencial, por lo que no son objetables, como tampoco lo son por su relación con el art. 38.
g) La Disposición adicional primera es lógica consecuencia del art. 22.2 L.C.E.N. y además el Consejo Ejecutivo Catalán carece de legitimación para impugnarlo puesto que ninguno de los Parques en ella relacionados está situado en Cataluña. La Disposición adicional segunda es claramente una norma básica de protección del medio ambiente dictada para cumplir una Directiva eurocomunitaria y encuentra cobertura en la STC 252/1988. La Disposición adicional tercera no se refiere a las leyes autonómicas y, además, no es básica. La Disposición adicional cuarta ha de interpretarse dentro de las competencias estatales, de acuerdo con el orden de competencias; igual sucede con la Disposición adicional sexta que, además, debe ser interpretada dentro del orden de competencias, como abstracta previsión de futuro.
La Disposición transitoria segunda tiene manifiesto carácter básico ya que trata de dar efectividad a otras normas básicas. La Disposición final, en fin, ha de interpretarse de conformidad con el orden de competencias y su generalidad la hace competencialmente inocua.
Concluye el Abogado del Estado solicitando que se desestimen íntegramente los recursos.
10. Los conflictos positivos de competencia presentados contra los Reales Decretos reseñados reproducen, en su mayor parte, los argumentos globales expuestos en los recursos de inconstitucionalidad ya consignados, tanto en los casos en los que los órganos recurrentes habían interpuesto recurso de inconstitucionalidad contra la L.C.E.N. cuanto en aquellos otros en los que no habían ejercido tal opción. Por consiguiente, no es menester reiterar aquí tales argumentos. Por otro lado, la identidad de argumentaciones dirigidas contra los Reales Decretos que nos ocupan, el limitado número de los preceptos impugnados y la identidad de los mismos hacen innecesario un resumen detallado de los distintos conflictos promovidos, pues al detalle sólo conduciría a una prolija y hasta superflua reiteración de argumentos. Por consiguiente, se reproducirán a continuación tales argumentos, refundiendo los vertidos en los distintos conflictos presentados.
Las impugnaciones del Real Decreto 1.095/1989 parten de una exposición de la articulación de las competencias reconocidas en materia de protección de medio ambiente, al Estado en el art. 149.1.23 y de las atribuidas a las Comunidades Autónomas impugnantes en materia de espacios naturales, caza y pesca. Reconocen la proyección del medio ambiente sobre esas materias; sin embargo, el Decreto 1.095/1989 produce una clara colusión con las competencias de las CC.AA.
Las impugnaciones tienen, todas ellas, un hilo conductor común: en cuanto -art. 1.1- menciona las especies que pueden ser objeto de caza o pesca, prevé -art. 1.2- la modificación de dicha relación de especies, relaciona -art. 3.1- los procedimientos masivos y no selectivos de caza y pesca que quedan prohibidos, especifica -art. 4.2los períodos de regreso de las especies cinegéticas migratorias y, en fin, acota -Disposición adicional segunda- el período hábil de caza de las aves acuáticas, el mencionado Real Decreto excede de lo básico e invade, por consiguiente, las competencias exclusivas de las Comunidades Autónomas impugnantes, que las tienen reconocidas en materia de caza y pesca.
Se plantea aquí una concurrencia imperfecta de títulos entre el correspondiente al medio ambiente (art. 149.1.23 C.E.) y los relativos a la caza y pesca fluvial, concurrencia que debe resolverse en favor de la norma estatutaria. Se alude, en su caso, a los recursos de inconstitucionalidad presentados contra la L.C.E.N. y se reproducen los argumentos allí expuestos, que quedan consignados en los antecedentes precedentes.
La competencia estatal en materia de medio ambiente no puede servir de instrumento para vaciar de contenido las reconocidas a las CC.AA. No objetan los órganos impugnantes la existencia de un concepto amplio de medio ambiente y tampoco se oponen a que coexistan diversas regulaciones. Pero ello no puede significar una invasión de las competencias autonómicas. La impresión general de la lectura del Decreto es la de un mandato casi absoluto del Estado sobre las CC.AA., mandato que sobrepasa con mucho el ámbito del precepto habilitante, esto es, del art. 34 de la Ley 4/1989, para algunos impugnantes cuestionable en sí mismo.
Es absurdo que a las CC.AA. que tienen competencias exclusivas en la materia se les impida la determinación de las listas que incluyen especies autorizadas de caza y pesca no autorizadas en el Real Decreto. El punto esencial es que en la protección del medio ambiente los principios básicos deben ser fijados por el Estado y la materia concreta corresponde a la actividad cinegética y piscícola, ámbito atribuido en exclusividad a las CC.AA. El Gobierno, más que fijar una política global de medio ambiente, ha sustituido en materias concretísimas las competencias de las CC.AA.
Se adentran a continuación en el análisis del articulado. El art. 1.1 impide la fijación de listas propias de las CC.AA., incluyendo especies no contempladas en los anexos del Decreto. El art. 3.1 del Decreto impugnado establece una serie de prohibiciones con carácter taxativo e imperativo, sin posibilidad de variarla y tal competencia corresponde a las CC.AA. En resumen, el art. 3.1 del mencionado Real Decreto permite a las CC.AA. prohibir otros procedimientos, pero no establecer una lista propia y distinta.
El art. 34 a) L.C.E.N. se refiere a los procedimientos masivos y selectivos de caza y pesca; y el art. 28.2 dejaba sin efecto sus predicciones cuando concurría alguna circunstancia. A pesar de ello, prohibiciones como la establecida en el art. 9, anexo III, referidas a los hurones y las aves de cetrería resultan absurdas desde la especificidad de las CC.AA.: es a éstas a quienes corresponde fijar los procedimientos prohibidos.
El art. 4.2 fija los períodos de regreso y la Disposición adicional segunda limita los períodos hábiles de caza y entra en contradicción con el párrafo primero del art., que concede a las CC.AA. la competencia para determinar los períodos de caza y pesca. Es una norma imperativa que desconoce las peculiaridades de cada Comunidad y que invade las competencias en materia de caza y pesca.
Estas regulaciones tienen como objeto predominante y directo disciplinar la actividad cinegética y piscícola, aun cuando su propósito final sea la protección del medio ambiente; y esta disciplina forma el contenido de la materia caza y pesca fluvial, competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas recurrentes.
Estamos ante una medida tendente a la protección del medio ambiente tomada en el ámbito de un concreto sector del ordenamiento que corresponde a la competencia de la Comunidad Autónoma y, por ende, debe regularse por el ente competente. No se niega que el Estado no pueda decir nada que afecte a la caza y la pesca; pero tal competencia estatal no puede atraer regulaciones inherentes a la competencia autonómica.
La determinación de las especies objeto de caza y pesca, de los medios prohibidos y de los períodos en que se puede realizar son regulaciones de la actividad cinegética y piscícola por excelencia. Se cita la STC 56/1989 y se apunta que el objetivo conservacionista no puede utilizarse para hacer prevalecer el medio ambiente sobre la caza y la pesca, expulsando estas materias del escenario de la distribución competencial.
El art. 5 supone un condicionamiento impuesto por el Estado a una autorización administrativa que corresponde a la Comunidad Autónoma y, además, se contrae sobre aspectos específicos de la misma. Este art. es irrelevante e invade claramente competencias autonómicas.
El art. 6, aparte de redundante e innecesario, vuelve a invadir desde el aspecto imperativo de su redacción las competencias de las CC.AA. El art. 7 tiene igual carácter imperativo, que impone una serie de calificación de infracciones a la Comunidad Autónoma, sin afirmar, como sostiene el Consejo de Ministros, que tales infracciones sólo se entenderían válidas en defecto de la correspondiente norma autonómica.
La Disposición adicional primera establece que los arts. 1.1, 3.1, 4.2 y la Disposición adicional segunda tendrán carácter de norma básica. Por consiguiente, esta Disposición adicional primera invade, en razón de lo dicho sobre el art. 3.1, las competencias de las CC.AA.
Se hace especial mención de la Disposición adicional segunda por la referencia que hace a la Disposición adicional cuarta de la Ley 4/1989. Se constata que se omite el tratado internacional concreto que se pretende cumplir y se añade que su eventual presencia no altera el reparto interno de competencias ni desplaza el Título autonómico comentado.
Se realizan a continuación unas consideraciones finales en las que se reitera el reconocimiento de la necesidad de una política global del medio ambiente, pero se hace necesario la integración de las CC.AA. en esa política global. La anulación de los preceptos impugnados no causaría daño a la protección del medio ambiente, sino que, al reconocer las competencias autonómicas en materia de caza y pesca, potenciaría el enriquecimiento del ecosistema. Se concluye, por ello, solicitando la declaración de que las competencias controvertidas corresponden a las Comunidades Autónomas impugnantes, la nulidad de los preceptos impugnados o, subsidiariamente, la declaración de que no son aplicables en la correspondiente Comunidad Autónoma.
11. Las impugnaciones dirigidas contra el Real Decreto 1.118/1989 reproducen también las vertidas en contra de los arts. de la L.C.E.N. de los que traen causa. Bastará, por ello, con detallar las especificidades propias de estos recursos.
Pues bien, su esencia descansa en el entendimiento de que su art. 1, en cuanto concreta las especies objeto de caza y pesca que pueden ser comercializadas y en cuanto que está declarado básico por la Disposición adicional cuarta de la propia norma, es contrario al bloque de constitucionalidad en la medida en que de éste se deriva la competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas impugnantes en materia de caza y pesca; los dos primeros números del art. 2, que imponen requisitos y condiciones para la comercialización de las especies mencionadas en el art. anterior, y que también son básicos, vulneran las mismas competencias; en fin, el art. 4, igualmente básico, y que igualmente impone requisitos para la comercialización, es también invasor de las mencionadas competencias.
12. Por último, el Real Decreto 439/1990, impugnado en solitario por el Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña, regula el Catálogo General de Especies Amenazadas. En este supuesto la Disposición adicional primera declara básica la totalidad de la norma, por lo que la impugnación se dirige, también, contra dicha Disposición adicional y, por consiguiente, contra el carácter básico de la totalidad del Real Decreto. Las alegaciones de la Generalidad de Cataluña reiteran sustancialmente, a este respecto, lo expuesto en el recurso de inconstitucionalidad por ella misma presentado contra la L.C.E.N. y, en particular, las consideraciones previas relativas al ámbito material del conflicto. En síntesis, el Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña considera que el R.D. objeto del conflicto vulnera las competencias de dicha Comunidad Autónoma en materia de espacios protegidos caza, pesca y, fundamentalmente, protección del medio ambiente.
13. El Abogado del Estado se personó en los conflictos y formuló alegaciones. Tras algunas consideraciones iniciales sobre la acumulación realizada por la representación del Gobierno cántabro, reproduce, en primer lugar las alegaciones generales, resumidas más arriba, expuestas en los recursos de inconstitucionalidad, alegaciones que, dada la fecha en la que se realizaron, no tienen en cuenta, como tampoco las demandas interpuestas por los órganos impugnantes, lo dispuesto en la Ley Orgánica 9/1992.
Respecto del Real Decreto 1.095/1989, justifica en primer lugar su carácter de norma reglamentaria, que apoya en la jurisprudencia de este Tribunal y, a renglón seguido, entra en el análisis de si los preceptos declarados básicos lo son materialmente, considerando, a tales efectos, las razones jurídicas, y no políticas, que sustentan lo básico.
El art. 1.1 constituye una norma de reenvío al anexo. Las Comunidades Autónomas pueden elevar el nivel de protección y la norma impugnada cumple el objetivo de ordenación mediante mínimos, exigido en la STC 170/1989: establece un mínimo de protección de la fauna. Además, este precepto tiene base suficiente en el art. 33.1 L.C.E.N. que no remite exclusivamente a la potestad reglamentaria estatal, ni tampoco exclusivamente a la autonómica, sino a ambas en conjunto. El fin que se pretende alcanzar con este precepto es el de establecer un mínimo de protección de la fauna silvestre, delimitando lo que no puede cazarse ni pescarse
El art. 3.1 también permite a las Comunidades Autónomas elevar el nivel protector mediante la prohibición de otros procedimientos y el art. 3.2 tiene un significado meramente recognoscitivo. Tiene explícita base legal en el art. 34, a), de la Ley 4/1989 y las razones que abonan su carácter materialmente básico son similares a las expuestas en el art. 1.1. Se trata, una vez más, de ordenación mediante mínimos, en este caso determinando los procedimientos, que permite a las CC.AA. dictar medidas adicionales de protección. Su recta interpretación exige notar que se dejan a salvo las circunstancias y condiciones excepcionales enumeradas en el art. 28.2 L.C.E.N.
El art. 4.2 es preciso para la protección eficaz de las especies, por lo que es básico. Además, las especies a las que atiende sobrevuelan los territorios de distintas Comunidades Autónomas, lo que exige un tratamiento uniforme, puesto que atiende a un problema medioambiental típicamente transfronterizo.
La Disposición adicional segunda impone un mínimo para el período hábil de caza, por lo que también es básica. Su finalidad es la protección de las aves acuáticas migratorias y permitir la caza de éstas antes de las épocas reseñadas representaría una grave amenaza. La relevancia internacional explicitada a través de la Disposición adicional cuarta de la L.C.E.N. contribuye a justificar constitucionalmente el carácter básico de esta disposición, que tiene asimismo un carácter transfronterizo y no es ni arbitraria, ni irrazonable ni desproporcionada.
Por lo que se refiere a los demás preceptos del Real Decreto 1.095/1989, el Abogado del Estado señala que las Comunidades Autónomas que los impugnan tienen sus competencias limitadas a las materias numeradas en el art. 148.1 C.E. Como es sabido, esta situación ha cambiado tras la aprobación de la L.O. 9/1992. A este respecto, el Abogado del Estado limita sus alegaciones a demostrar que estos preceptos son normas protectoras del medio ambiente.
En relación con el R.D. 1.118/1989, su art. 1 no afecta a las materias de caza y pesca, sino al comercio lícito de ciertos animales: considerado objetivamente habría de adscribirse a las materias de comercio interior y comercio exterior. Pero considerados teleológicamente pretende la protección del medio ambiente. Desde esta perspectiva, aborda un tratamiento uniforme de la comercialización de las especies objeto de caza y pesca. El art. 2.1 tiene igual finalidad protectora y es absolutamente indispensable para la consecución del fin protector. Los mismos argumentos valen respecto del art. 4.
Por consiguiente, el Abogado del Estado concluye solicitando que se declare que las competencias controvertidas pertenecen al Estado.
Respecto del conflicto 1.938/90, interpuesto contra el R.D. 439/1990, el Abogado del Estado reproduce las alegaciones generales arriba citadas. Añade que regula una materia claramente básica y que no perturba las competencias de las Comunidades Autónomas, que pueden establecer sus propios catálogos de especies amenazadas. El carácter autonómico de los planes de recuperación no afecta para nada a lo que aquí nos ocupa. El R.D. 439/1990 no infringe el orden constitucional y estatutario de competencia. En definitiva, solicita que se declare que corresponde al Estado la competencia controvertida y se deniegue la solicitada nulidad de la Disposición adicional primera del R.D. 439/1990.
14. Por providencia de 20 de junio de 1995, se señaló para deliberación y votación de los presentes recursos y conflictos de competencia el día 22 del mismo mes y año.
II. Fundamentos jurídicos
A) El objeto de este proceso:
a) Los preceptos impugnados.
1. Se dan cita en esta Sentencia seis recursos de inconstitucionalidad, cuyo objeto común es la Ley 4/1989 y ocho conflictos de competencia positivos con motivo de los Reales Decretos 1.095/1989, 1.118/1989 y 439/1990, promovidos unos y otros por las Comunidades Autónomas de Andalucía, Aragón, Baleares, Canarias, Cantabria, Cataluña, Castilla y León y el País Vasco. El objeto principal, aunque no único, lo componen una serie de preceptos de la Ley 4/1989, y de las normas reglamentarias dictadas para su desarrollo, a muchos de los cuales se niega su carácter básico. El rigor de los conceptos conduce a la conclusión de que, aun cuando no siempre hayan sido impugnadas explícitamente, las dianas inmediatas de los reproches son las Disposiciones adicionales donde se incluye tal calificación si bien para comprobar su idoneidad constitucional uno por uno, caso por caso, haya que poner en la balanza cada art. de los enumerados en ellas. La interrelación del art. 1 de la Ley y su Disposición adicional quinta (más las otras que se dirá) se ramifica a los preceptos concretos. En definitiva, por mandato de aquélla, son normas básicas los arts. 1, 2, 4, 5, 6, 8 al 19, 21 al 31 y 33 al 41, así como las Disposiciones adicionales primera, segunda, cuarta y quinta, con la transitoria segunda. A este elenco resulta necesario añadirle la Disposición adicional sexta, no incluida en la anterior y, en cambio, debe ser extraído el art. 2, que nadie impugna. La misma operación de suma pero sin resta le conviene a la Disposición adicional primera del Real Decreto 1.095/1989, donde se dice que «tendrán el carácter de normativa básica estatal» los arts. 1.1, 3.1 y 4.2, más la adicional segunda, aun cuando también se pongan en tela de juicio el párrafo primero del art. 4, así como los tres siguientes (5, 6 y 7) e incluso todos salvo el 2, el 4.4, la Disposición derogatoria y las finales, según propone Aragón. En el caso del Real Decreto 1.118/1989, cuya Disposición adicional cuarta considera básicos sus arts. 1, 2.1 y 2 y 4 queda fuera del debate ese párrafo segundo. Finalmente está en entredicho el entero Real Decreto 439/1990, cuya lacónica norma al respecto anuncia que «se dicta al amparo de lo dispuesto en el art. 149.1, 23 de la Constitución».
En esta labor de deslinde previo del objeto procesal, y visto desde el reverso, han de ser eliminados del debate ya, en esta primera fase, dos de los arts. en tela de juicio, uno el 7, que impugna el Gobierno de Canarias, pero no figura en el repertorio de los básicos y que, por ello, sin mayor argumentación, no puede ser aplicable en aquellas Comunidades Autónomas con atribuciones en la materia, una vez extramuros del ámbito estatal de competencias por su propia naturaleza. El art. 31 es también excluible desde ahora mismo, en virtud de una razón distinta. Efectivamente, aun apareciendo incluido en la Disposición adicional quinta y dirigiéndose formalmente contra él la acción impugnatoria por la Generalidad de Cataluña, tal acción se esgrime vacía de contenido, ya que no se aduce en su contra y con talante crítico tacha alguna, sin que en el cuerpo de la demanda sea siquiera aludido. No existe, pues, impugnación material o sustantiva y ello nos exime de su enjuiciamiento.
b) Las competencias invocadas.
2. En los catorce procesos acumulados en éste, bajo la constelación de las pretensiones diversas subyace también en el primer grupo de los antedichos un talante conflictual, como habrá ocasión de ver, ya que el fundamento de la sedicente inconstitucionalidad es, en la mayor parte de los casos, si no en todos, el quebrantamiento del orden constitucional de competencias. Por ello, conviene anticipar aquí, para mayor claridad, cuáles sean los títulos habilitantes al respecto que esgrimen las Comunidades Autónomas y aquellos otros en los cuales se escuda el Estado, contraposición que delimita el esquema dialéctico donde se mueven las respectivas pretensiones de nulidad de los preceptos y la tesis defensiva de su ajuste a la Constitución.
Pues bien, se nos dice que corresponde al Estado, como competencia exclusiva la «legislación básica sobre protección del medio ambiente, sin perjuicio de las facultades de las Comunidades Autónomas de establecer normas adicionales de protección» (art. 149.1, 23.ª), así como regular las condiciones básicas para garantizar la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales (art. 149.1, 1.ª C.E.). Por su parte, las Comunidades Autónomas aducen que no sólo pueden "establecer normas adicionales de protección" sino también asumir "la gestión en materia de protección del medio ambiente" (art. 148.1 9.ª). No obstante, los mismos Estatutos de Autonomía ofrecieron, en su versión originaria, diferencias muy notables en la materia principal de los litigios que nos convocan, vale decir el medio ambiente. A tal fin pueden clasificarse en dos grupos cuyo elemento definidor es el procedimiento de elaboración, según se trate de los cauces previstos en los arts. 143 ó 151 de la Constitución. Así, los comprendidos en este último atribuyeron a las Comunidades Autónomas de Andalucía, Cataluña, Galicia y el País Vasco el desarrollo legislativo y la ejecución de la legislación básica estatal en este tema [art. 15.1. 7 E.A.A.; art. 10.1. 6 E.A.C.; art. 27.30 E.A.G. y 11.1 a) E.A.P.V.], invocando el precepto constitucional en el cual se encuadran (art. 149.1.23.ª). En el segundo grupo, los diversos Estatutos de Autonomía contuvieron siempre, por supuesto, una referencia a la protección del medio ambiente pero con encuadramientos de muy diverso tenor y con la utilización de los más variados títulos competenciales, desde la mera alusión a las «normas adicionales», como se dice en los de Baleares, Cantabria y Castilla y León (arts. 11.5, 25.1.h y 26.1.10 respectivamente) o al «desarrollo de la legislación estatal», caso del de Aragón [art. 36.2.c)] hasta la «función ejecutiva» y «la gestión o la ejecución», que se asumen en el de Canarias, así como en el cántabro y el castellano-leonés [arts. 33 a), 24 a) y 28.3].
Sin embargo, después de la promulgación de las disposiciones legales y reglamentarias impugnadas, así como de la incoación de los catorce procesos acumulados en éste y hechas ya las correspondientes alegaciones, tal heterogeneidad ha sido reconducida a una cierta uniformidad por obra de la Ley Orgánica 9/1992, donde se transfirió a las Comunidades Autónomas de Aragón, Baleares, Cantabria y Castilla y León, entre otras, «el desarrollo legislativo y la ejecución en materia de ... normas adicionales de protección del medio ambiente» ... «en el marco de la legislación básica del Estado y, en su caso, en los términos que la misma establezca» (art. 3). Hoy en día, por tanto, el esquema en la materia está en función de conceptos aparentemente simples, por una parte el de lo básico y por la otra el de su desarrollo y ejecución. La exposición de motivos de la Ley Orgánica 9/1992 desvela la aspiración de nivelar en este aspecto las Comunidades Autónomas a quienes se transfieren competencias con aquellas otras que ya las disfrutaban. Por tanto el «desarrollo legislativo y ejecución» en ambos casos ofrecen análogo significado y tienen como referencia las normas básicas estatales de las cuales traen causa las autonómicas, mientras que las «adicionales» sirven para establecer una protección medioambiental más intensa.
Ahora bien, cualquiera que haya sido la evolución legislativa, en sus diferentes fases, cuando las hubo, de ciertos Estatutos de Autonomía, los textos vigentes ahora mismo se erigen en la referencia normativa adecuada, por integrarse en el bloque de la constitucionalidad y canon de ella para este caso, eso sí leído y entendidos a la luz de la Constitución, suprema lex, de la cual traen causa. Una serie de ellos conservan su versión primigenia, pero la mayor parte fueron reformados, en lo que aquí y ahora interesa, por las Leyes Orgánicas 1 a 4 y 6 a la 11/1994, todas de 24 de marzo, para Asturias, Cantabria, La Rioja, Murcia, Aragón, Castilla-La Mancha, Extremadura, Islas Baleares, Madrid y Castilla y León, respectivamente, con la finalidad explícita en sus preámbulos de incorporar la Ley Orgánica 9/1992 «al contenido mismo de los Estatutos» y «brindarle el máximo rango». Es claro que el estado actual de la cuestión ha de servirnos de guía ahora como consecuencia del principio iura novit curia, a pesar de que en la fase de alegaciones, conclusa antes de promulgarse la nueva regulación homogeneizadora, los litigantes manejaran dialécticamente el texto originario de los correspondientes Estatutos. El enjuiciamiento de la constitucionalidad de las leyes no tiene un sentido histórico sino una función nomofiláctica.
La protección del medio ambiente se traslada de la Constitución al ámbito estatutario con fórmulas diversas, pero coincidentes sin embargo en la sustancia. Efectivamente, por una parte se dice que «en el marco de la legislación básica del Estado y, en su caso, en los términos que la misma establezca, corresponde» a las Comunidades Autónomas «el desarrollo legislativo y la ejecución» en la materia de «protección del medio ambiente», sin perjuicio de las facultades de aquéllas para establecer normas adicionales de protección (Valencia, art. 32.6). En éstas se residencia sin más la misma competencia dentro de muchos Estatutos (Asturias, art. 11.11; Cantabria, art. 23.7; La Rioja, art. 9.11; Murcia, art. 11.11; Aragón, art. 36.6; Castilla-La Mancha, art. 32.7; Extremadura, art. 8.9; Baleares, art. 11.13; Castilla y León, art. 27.9). Madrid le añade la finalidad, «evitar el deterioro de los desequilibrios ecológicos», y los elementos que lo componen, como habrá ocasión de analizar más adelante (art. 27.11). Más sencillamente acotan esta competencia por razón del medio ambiente Navarra [art. 57 c)] y el País Vasco [art. 11.1 a)]. Con distinto enfoque, aparentemente más intenso pero a la postre igual, dictar «normas adicionales sobre protección del medio ambiente ..., en los términos del art. 149.1. 23 C.E.) es de la competencia exclusiva de Galicia» (art. 27.30). Por otra parte, la función ejecutiva de la legislación estatal sobre protección del medio ambiente que a veces se llama «gestión», incluidos los vertidos industriales y contaminantes en ríos, lagos y aguas territoriales (en su caso) corresponde a las Comunidades Autónomas [E.A. Andalucia 17.6; E.A. Aragón 37.3; E.A. Asturias art. 12.1 a); E.A. Canarias 33 a); E.A. Cantabria art. 24.1; E.A. Castilla-La Mancha art. 33.1; E.A. Castilla y León art. 28.1; E.A. La Rioja art. 10.1; E.A. Madrid art. 28.1; E.A. Murcia art. 12.1; L.O.R.A.F.N.A. Navarra, art. 58.1 h); E.A. Galicia, art. 29.4; E.A. Valencia art. 33.9; País Vasco art. 12.10]. El ámbito de esa función ejecutiva se reduce, en el caso de las Islas Baleares (art. 12.3) a las actividades insalubres, nocivas y peligrosas.
3. Este esquema primario de distribución de competencias
entre el Estado y las Comunidades Autónomas para la protección del medio ambiente se complica aún más por su necesaria coexistencia con otros títulos competenciales, unos afines y otros colindantes. En el primer grupo han de clasificarse, ante todo, los espacios naturales cuya protección asumen como competencia exclusiva las Comunidades Autónomas de Andalucía, Aragón, Canarias, Cataluña, Navarra y Valencia. Los espacios naturales protegidos y el régimen de las zonas de montaña se encuadran también dentro del desarrollo legislativo y ejecución de las normas básicas estatales. Así ocurre con Asturias (art. 11.2), Cantabria (art. 23.1), Castilla-La Mancha (art. 32.2), La Rioja (art. 9.4), Madrid (art. 27.2 y 11). La configuración de los espacios naturales protegidos como objeto de la competencia exclusiva de ciertas Comunidades Autónomas les otorga un mayor protagonismo y refuerza su posición sirviendo de freno para la penetración de las competencias estatales sobre protección del medio ambiente. En virtud de la competencia sobre espacios naturales protegidos, las Comunidades Autónomas que la tengan atribuida podrán dictar normas de protección y conservación de estos espacios y realizar la actividad de ejecución que estimen pertinente, siempre que respeten la legislación básica del Estado sobre protección del medio ambiente. Y ello, sin olvidar su encuadramiento en este marco más genérico, dentro del cual -por cierto- se formulan todas las anteriores referencias estatutarias, sin excepción alguna, con invocación explícita del art. 149.1.23.ª de la Constitución, como ya se dijo en el caso de los espacios naturales protegidos de La Garrotxa, el Macizo de Pedra Forca y la Cuenca Alta del Manzanares (SSTC 64/1982, 69/1982, 82/1982 y 170/1989).
En esta misma línea discursiva no parece dudoso, por una parte, que las zonas de montaña cuyo tratamiento especial es, unas veces competencia exclusiva de cinco Comunidades Autónomas (Andalucía, Aragón, Cataluña, Navarra y Valencia) y que otras muchas asumen como materia para el desarrollo legislativo y la ejecución (Asturias, Cantabria, Castilla-La Mancha, Extremadura, La Rioja, Madrid y Murcia), así como las marismas y lagunas a las cuales alude el Estatuto de Autonomía andaluz, no son sino aspectos del soporte topográfico acotado para su protección, vale decir el espacio natural protegido, cuya dimensión panorámica, óptica y, en definitiva, estética nos brinda el paisaje (Galicia, art. 27.30; Castilla-La Mancha y Castilla y León, arts. 33.1 y 28.3 respectivamente). Por otra parte, la ecología, que nombra una actividad teorética con ambición científica y por extensión su objeto real [Baleares, art. 11.5; Madrid, art. 27.11; Navarra, art. 57.c) y el País Vasco, art. 11.1 a)], los ecosistemas donde se desarrollen la caza y la pesca (Aragón, art. 35.12; Asturias, art. 10.8; Castilla y León, art. 26.10; Extremadura, art. 7.8; y Murcia, art. 10.9) y el entorno natural (Castilla-La Mancha y Castilla y León) son facetas del concepto medular del medio o el ambiente o el medio ambiente, a cuya configuración unitaria, desde su perspectiva constitucional no empece que los Estatutos de Autonomía desgajen de esta materia, como título competencial específico, y con carácter exclusivo, alguno de tales elementos e incluso modalidades muy concretas de ellos. La configuración topográfica de esa su primaria faceta espacial -el suelo, la tierra- importa mucho al respecto. El litoral, la costa o la marisma, la meseta o el páramo, el valle, el bosque o la cordillera, conforman aspectos muy diferentes en la realidad y necesitan, por tanto, un tratamiento jurídico matizado para la preservación de sus rasgos diferenciales.
El carácter complejo y polifacético que tienen las cuestiones relativas al medio ambiente determina precisamente que afecte a los más variados sectores del ordenamiento jurídico (STC 64/1982) y provoca una correlativa complejidad en el reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Por eso mismo, el medio ambiente da lugar a unas competencias, tanto estatales como autonómicas, con un carácter metafóricamente «transversal» por incidir en otras materias incluidas también, cada una a su manera, en el esquema constitucional de competencias (art. 148.1.ª, 3.ª, 7.ª, 8.ª, 10.ª y 11.ª C.E.) en cuanto tales materias tienen como objeto los elementos integrantes del medio (las aguas, la atmósfera, la fauna y la flora, los minerales) o ciertas actividades humanas sobre ellos (agricultura, industria, minería, urbanismo, transportes) que a su vez generan agresiones al ambiente o riesgos potenciales para él. Es claro que la transversalidad predicada no puede justificar su «vis expansiva», ya que en esta materia no se encuadra cualquier tipo de actividad relativa a esos recursos naturales, sino sólo la que directamente tienda a su preservación, conservación o mejora. Como ya dijimos respecto de las aguas en la STC 227/1988 y más precisamente en la STC 144/1985, los recursos naturales son soportes físicos de una pluralidad de actuaciones públicas y privadas en relación a los cuales la Constitución y los Estatutos han atribuido diversas competencias. En tal sentido, hemos reconocido en más de una ocasión que un ámbito físico determinado no impide necesariamente que se ejerzan otras competencias en el espacio (SSTC 77/1982 y 103/1989), pudiendo pues, coexistir títulos competenciales diversos. Así, junto al medio ambiente, los de ordenación del territorio y urbanismo, agricultura y ganadería, montes y aprovechamientos forestales, o hidráulicos, caza y pesca o comercio interior entre otros. Ello significa, además, que sobre una misma superficie o espacio natural pueden actuar distintas Administraciones públicas para diferentes funciones o competencias, con la inexorable necesidad de colaboración (SSTC 227/1988 y 103/1989) y, por supuesto, coordinación. No sólo hay que identificar cada materia, pues una misma Ley o disposición puede albergar varias (SSTC 32/1983 y 103/1989), sino que resulta inevitable a continuación determinar, en cada caso, el título competencial predominante por su vinculación directa e inmediata, en virtud del principio de especificidad, operando así con dos criterios, el objetivo y el teleológico, mediante la calificación del contenido material de cada precepto y la averiguación de su finalidad (SSTC 15/1989, 153/1989 y 170/1989), sin que en ningún caso pueda llegarse al vaciamiento de las competencias de las Comunidades Autónomas según sus Estatutos (STC 125/1984).
B) La protección del medio ambiente:
a) La materia: el medio ambiente.
4. La configuración de la competencia en esta materia, que comparten el Estado y las Comunidades Autónomas, contiene un primer elemento objetivo, estático, el medio ambiente como tal, y otro dinámico, funcional, que es su protección, soporte de las potestades a su servicio. Ambos aspectos de tal actividad pública hacen surgir el componente medioambiental de las demás políticas sectoriales. En definitiva, a este título habilitante se acogen, como cobertura constitucional, la Ley 4/1989 y los tres Reales Decretos dictados para desarrollarla. Su invocación exige que nos encaremos sin más con el concepto en su dimensión sustantiva, una vez expuesta la procesal. Para ello hemos de remontarnos a la calidad de vida como aspiración situada en primer plano por el Preámbulo de la Constitución, que en principio parece sustentarse sobre la cultura y la economía, aun cuando en el texto articulado se ligue por delante a la utilización racional de los recursos naturales y por detrás al medio ambiente, con el trasfondo de la solidaridad colectiva. En suma, se configura un derecho de todos a disfrutarlo y un deber de conservación que pesa sobre todos, más un mandato a los poderes públicos para la protección (art. 45 C.E.). En seguida, la conexión indicada se hace explícita cuando se encomienda a los Poderes públicos la función de impulsar y desarrollar se dice, la actividad económica y mejorar así el nivel de vida, ingrediente de la calidad si no sinónimo, con una referencia directa a ciertos recursos (la agricultura, la ganadería, la pesca) y a algunos espacios naturales (zonas de montaña) (art. 130 C.E.), lo que nos ha llevado a resaltar la necesidad de compatibilizar y armonizar ambos, el desarrollo con el medio ambiente (STC 64/1982). Se trata en definitiva del «desarrollo sostenible», equilibrado y racional, que no olvida a las generaciones futuras, alumbrado el año 1987 en el llamado Informe Bruntland, con el título «Nuestro futuro común» encargado por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Qué sea el medio ambiente resulta más difícil de discernir con la exactitud y el rigor que exigen las categorías jurídicas, aun cuando esa dificultad no pueda eximirnos de intentarlo en la medida necesaria para encuadrar la Ley en tela de juicio y analizar luego individualmente los preceptos impugnados. Como principio no resulta ocioso insistir en el hecho inconcuso de que la Constitución Española, como las demás, utiliza palabras, expresiones o conceptos sin ocuparse de definirlos, por no ser misión suya y cuyo significado hay que extraer del sustrato cultural donde confluyen vectores semánticos ante todo y jurídicos en definitiva, con un contenido real procedente a su vez de distintos saberes y también de la experiencia. Este es el caso del medio ambiente que gramaticalmente comienza con una redundancia y que, en el lenguaje forense, ha de calificarse como concepto jurídico indeterminado con un talante pluridimensional y, por tanto, interdisciplinar (STC 64/1982). Una primera indagación semántica, según el sentido propio de las palabras utilizadas por la Constitución y los Estatutos, nos lleva al Diccionario de la Real Academia Española, donde algunas acepciones de la palabra «medio» lo definen como el conjunto de circunstancias culturales, económicas y sociales en que vive una persona o un grupo humano. Siendo tal el significado gramatical, no resulta sin embargo suficiente por sí mismo para perfilar el concepto jurídico que, por el momento, no comprende tantos elementos y excluye, en principio, el componente social.
A su vez, el «ambiente» comprende las condiciones o circunstancias de un lugar que parecen favorables o no para las personas, animales o cosas que en él están. Como síntesis, el «medio ambiente» consiste en el conjunto de circunstancias físicas, culturales, económicas y sociales que rodean a las personas ofreciendoles un conjunto de posibilidades para hacer su vida. Las personas aceptan o rechazan esas posibilidades, las utilizan mal o bien, en virtud de la libertad humana. El medio no determina a los seres humanos, pero los condiciona. Se afirma por ello, que el hombre no tiene medio sino mundo, a diferencia del animal. No obstante, en la Constitución y en otros textos el medio, el ambiente o el medio ambiente («environment», «environnement», «Umwelt») es, en pocas palabras, el entorno vital del hombre en un régimen de armonía, que aúna lo útil y lo grato. En una descomposición factorial analítica comprende una serie de elementos o agentes geológicos, climáticos, químicos, biológicos y sociales que rodean a los seres vivos y actúan sobre ellos para bien o para mal, condicionando su existencia, su identidad, su desarrollo y más de una vez su extinción, desaparición o consunción. El ambiente, por otra parte, es un concepto esencialmente antropocéntrico y relativo. No hay ni puede haber una idea abstracta, intemporal y utópica del medio, fuera del tiempo y del espacio. Es siempre una concepción concreta, perteneciente al hoy y operante aquí.
5. Una vez utilizado para desentrañar el concepto jurídico indeterminado del medio ambiente su componente semántico, queda otro camino para indagar cuál sea su contenido, camino que no puede ser otro sino el ordenamiento jurídico, desde donde se llega escalando hasta el nivel constitucional, que a su vez le da su luz propia. Aunque a las veces se hable de la Constitución y del ordenamiento, separándolos aparentemente al juntarlos, la realidad es que componen una estructura inescindible y, por tanto, que la una y el otro se hallan interrelacionados hasta formar una unidad alejada de cualquier dicotomía abstracta. Esto resulta patente en el esquema constitucional de distribución de competencias entre las Comunidades Autónomas y el Estado en el trance de configurar los títulos que habilitan respectivamente su actuación en cualesquiera de los sectores y materias. Así ocurre con el medio ambiente y, por ello, como no se trata de un concepto creado de la nada, ex nihilo, conviene saber cuál fuera su contenido en aquel momento histórico, 1978. La respuesta vendrá dada, al menos parcialmente, por las normas preconstitucionales al respecto, sin que tengan un valor interpretativo vinculante para un juicio de constitucionalidad aun cuando resulten útiles como orientación objetiva.
La expresión medio ambiente aparece por primera vez en el Reglamento (independiente) de actividades molestas, insalubres, nocivas y peligrosas (Decreto 2.414/1961, de 30 de noviembre). En la misma década son objeto de protección las poblaciones con altos niveles de contaminación atmosférica o de perturbaciones por ruidos o vibraciones (Decreto 2.107/1968, de 16 de agosto), adoptándose medidas para evitar la producida por partículas sólidas en suspensión en los gases vertidos al exterior por fábricas de cemento (Decreto 2.861/1968, de 7 de noviembre) y abordándose los problemas de la que tiene un origen industrial (O.M. de 17 de enero de 1969), sin olvidar el tema del saneamiento. La Ley 38/1972, de 22 de diciembre, incorpora ya a su título por primera vez la palabra «ambiente» en solitario, ambiente atmosférico (art. 1. 1 y 2) y en la misma línea terminológica le sigue la Ley de Minas, 22/1973, de 21 de julio. Por su parte, la Ley 15/1975, de 15 de mayo, sobre espacios naturales protegidos, antecesora de su homónima, impugnada en este proceso, no alude explícitamente al medio, al ambiente o al medio ambiente, pero proclama como finalidad suya «contribuir a la conservación de la naturaleza» (art. 1.1 y 4). A su vez el urbanismo, por su propia esencia, que consiste en la ordenación del suelo, guarda desde siempre una relación muy estrecha con lo que se ha dado en llamar medio ambiente, como puso de manifiesto la segunda Ley del Suelo, sucesora de la promulgada en 1956 (texto refundido, Real Decreto 1.346/1976, de 9 de abril). En la construcción piramidal del planeamiento urbanístico, todos los Planes de Ordenación debían contener medidas para la protección del medio ambiente [arts. 7 y 12.1 d)].
Hasta aquí el grupo normativo anterior a la Constitución sobre la materia. Una vez promulgada (y como consecuencia de la incorporación de España a la Comunidad Europea) ya la Ley de Aguas 29/1985, de 2 de agosto, prevé que en el otorgamiento de concesiones y autorizaciones a su amparo se considerará la posible incidencia ecológica desfavorable (art. 69). A su vez, la producción, gestión, almacenamiento, tratamiento, recuperación y eliminación de residuos tóxicos y peligrosos, sólidos, pastosos, líquidos o gaseosos son objeto de la Ley 20/1986, de 14 de mayo, cuya regulación pretende garantizar la protección de la salud humana, la defensa del medio ambiente y la preservación de los recursos naturales (arts. 1 y 2), algunos de ellos cuya enumeración no hace al caso aquí y ahora, exigiéndose para la autorización de industrias o actividades relacionadas con esta materia (arts. 1.1, 2, 3.2 y 4.1). A la evaluación de tal impacto se refiere el Real Decreto Legislativo 1.302/1986, de 28 de junio, con carácter básico, con el fin de adaptar nuestro ordenamiento al Derecho de las Comunidades Europeas, en cuya senda le siguen las Leyes valenciana y canaria de 1989 y 1990, la última de las cuales cambia lo ambiental por lo ecológico (estando recurrida aquí). Por su parte, la Ley 20/1986, de 14 de mayo, establece el régimen básico necesario para que en la producción y gestión de residuos tóxicos y peligrosos se garantice la defensa del medio ambiente y la preservación de los recursos naturales (art. 1.1). En el ámbito urbanístico la nueva Ley reguladora (Texto Refundido, Real Decreto Legislativo 1/1992, de 26 de junio), nada innova en esta materia y recoge textualmente lo dicho en los preceptos pertinentes de la anterior, conocidos ya. Finalmente, no cabe omitir la dimensión represiva que, por exigencia constitucional (art. 45.3 C.E.), puede corresponder a la potestad sancionadora de las Administraciones públicas, algunos de cuyos aspectos regula esta Ley 4/1989, como habrá ocasión de ver más adelante y al ius puniendi del Estado, donde se refleja el máximo reproche social y, en consecuencia, la reacción es también más intensa. En el Código Penal han sido tipificados, a partir de 1983, los delitos contra el medio ambiente (art. 347 bis).
6. La Constitución, en su art. 45, nos brinda algunos de los elementos del medio ambiente, los recursos naturales, aun cuando tampoco los enumere o defina. Es una noción tan vieja como el hombre, dotada de una sugestiva, aparente y falsa sencillez, derivada de su misma objetividad, mientras que el supraconcepto en el cual se insertan es un recién llegado, complejo y propicio a lo subjetivo, problemático en suma. Sin embargo de lo dicho, hay dos bienes de la naturaleza, el aire o la atmósfera y el agua, cuyo carácter de recurso vital y escaso hemos reconocido (STC 227/1988) con una posición peculiar, en un primer plano. La pesca marítima o ciertos minerales fueron ya incluidos en este catálogo de recursos naturales, alguno como el carbón muy ligado al medio ambiente desde la misma actividad de su extracción (SSTC 147/1991 y 25/1989), así como la agricultura de montaña (STC 144/1985). No sólo la fauna, sino también la flora forman parte de este conjunto cuyo soporte físico es el suelo (y el subsuelo) que puede ser visto y regulado desde distintas perspectivas, como la ecológica, la dasocrática o forestal, la hidrológica, la minera o extractiva, la cinegética y la urbanística, a título de ejemplo y sin ánimo exhaustivo, que en su dimensión constitucional dan contenido a distintos títulos habilitantes para el reparto de distintas competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas.
Por otra parte, ligado a todo lo ya inventariado está el paisaje, noción estética, cuyos ingredientes son naturales -la tierra, la campiña, el valle, la sierra, el mar- y culturales, históricos, con una referencia visual, el panorama o la vista, que a finales del pasado siglo obtiene la consideración de recurso, apreciado antes como tal por las aristocracias, generalizado hoy como bien colectivo, democratizado en suma y que, por ello, ha de incorporarse al concepto constitucional del medio ambiente como reflejan muchos de los Estatutos de Autonomía que luego se dirán. En definitiva, la tierra, el suelo, el espacio natural, como patrimonio de la Humanidad, produce unos rendimientos o «rentas», los recursos, que son sus elementos y cuyo conjunto forma un sistema, dentro del cual pueden aislarse intelectualmente, por abstracción, otros subsistemas en disminución gradual, hasta la célula y el átomo.
En consecuencia, una primera aproximación nos permite una mirada descriptiva, en la cual predominen los componentes sobre el conjunto y que, en cierto modo, nos desvela una vez más cómo los árboles no dejan ver el bosque. Así, el medio ambiente como objeto de conocimiento desde una perspectiva jurídica, estaría compuesto por los recursos naturales, concepto menos preciso hoy que otrora por obra de la investigación científica cuyo avance ha hecho posible, por ejemplo, el aprovechamiento de los residuos o basuras, antes desechables, con el soporte físico donde nacen, se desarrollan y mueren. La flora y la fauna, los animales y los vegetales o plantas, los minerales, los tres «reinos» clásicos de la Naturaleza con mayúsculas, en el escenario que suponen el suelo y el agua, el espacio natural. Sin embargo, ya desde su aparición en nuestro ordenamiento jurídico el año 1916, sin saberlo, se incorporan otros elementos que no son naturaleza sino Historia, los monumentos, así como el paisaje, que no es sólo una realidad objetiva sino un modo de mirar, distinto en cada época y cada cultura. El Estatuto de Autonomía de Madrid, como hubo ocasión de comprobar atrás, ofrece una fórmula especialmente valiosa por su inserción en el bloque de la constitucionalidad, fórmula donde se incluye la aspiración al equilibrio ecológico y se enumeran los componentes más importantes: el aire, las aguas, los espacios naturales, la flora, la fauna y los testimonios culturales (art. 27.11). En esa tendencia se sitúa la exposición de motivos de la Ley 4/1989, cuyos principios inspiradores están centrados en la idea rectora de la conservación de la naturaleza, entendida ésta no sólo como «el medio en el que se desenvuelven los procesos ecológicos esenciales y los sistemas vitales básicos», sino también «como el conjunto de recursos indispensables para la misma». Sin embargo, este concepto descriptivo resulta insuficiente para explicar la fenomenología o el comportamiento en el mundo del Derecho y muy especialmente dos de sus efectos: el carácter transversal de la competencia en su configuración constitucional y, paralelamente, que lo medioambiental se convierta en el ingrediente indispensable para sazonar las demás políticas sectoriales.
Un paso más en el camino de la síntesis, extrayendo de lo anterior su componente dinámico, donde subyace la idea de «sistema» o de «conjunto», pondrá de manifiesto que el medio ambiente no puede reducirse a la mera suma o yuxtaposición de los recursos naturales y su base física, sino que es el entramado complejo de las relaciones de todos esos elementos que, por sí mismos, tienen existencia propia y anterior, pero cuya interconexión les dota de un significado transcendente, más allá del individual de cada uno. Se trata de un concepto estructural cuya idea rectora es el equilibrio de sus factores, tanto estático como dinámico, en el espacio y en el tiempo. En tal sentido ha sido configurado, desde una perspectiva netamente jurídicas y con eficacia inmediata en tal ámbito, como «la asociación de elementos cuyas relaciones mutuas determinan el ámbito y las condiciones de vida, reales o ideales de las personas y de las sociedades» (Programa de las Comunidades Europeas en materia de medio ambiente, Comunicación de la Comisión al Consejo, J.O.C. 26 mayo 1972). Lo dicho nos lleva de la mano a la ecología, concepto joven (1869) y también interdisciplinar, que ha propiciado una cierta unidad de tratamiento a viejos saberes dispersos, desde la geografía en todos sus aspectos pero en especial su vertiente humana, hasta las ciencias naturales, dando un nombre nuevo a cosas muy antiguas. Aun cuando en principio se dedicara al estudio de las relaciones de una especie en concreto con su medio y, en un paso adelante, al conjunto de toda la comunidad de seres vivos confluyentes en un área dada y en unas condiciones determinadas, hoy por hoy tiene como objeto los seres vivos desde el punto de vista de sus relaciones entre sí y con el ambiente, que se condensa a su vez en el concepto de ecosistema (1935), cuyo ámbito comprende no sólo el rural sino también el urbano.
b) Dimensión funcional: protección, conservación, mejoramiento.
7. El medio ambiente, tal y como ha sido descrito, es un concepto nacido para reconducir a la unidad los diversos componentes de una realidad en peligro. Si éste no se hubiera presentado resultaría inimaginable su aparición por meras razones teóricas, científicas o filosóficas, ni por tanto jurídicas. Los factores desencadenantes han sido la erosión del suelo, su deforestación y desertización, la contaminación de las aguas marítimas, fluviales y subálveas, así como de la atmósfera por el efecto pernicioso de humos, emanaciones, vertidos y residuos, la extinción de especies enteras o la degeneración de otras y la degradación de la riqueza agrícola, forestal, pecuaria o piscícola, la contaminación acústica y tantas otras manifestaciones que van desde lo simplemente incómodo a lo letal, con una incidencia negativa sobre la salubridad de la población en la inescindible unidad psicosomática de los individuos. Con otras palabras, pero con un contenido sustancialmente idéntico, estas disfunciones son las recogidas en el catálogo incluido en el documento de trabajo núm. 4 que el 25 de agosto de 1970 presentó el Secretariado de la C.E.P.E. a la Reunión de Consejeros Gubernamentales en materia del medio ambiente de la Comisión Económica para Europa. Diagnosticada como grave, además, la amenaza que suponen tales agresiones y frente al reto que implica, la reacción ha provocado inmediatamente una simétrica actitud defensiva que en todos los planos jurídicos constitucional, europeo y universal se identifica con la palabra «protección», sustrato de una función cuya finalidad primera ha de ser la «conservación» de lo existente, pero con una vertiente dinámica tendente al «mejoramiento», ambas contempladas en el texto constitucional (art. 45.2 C.E.), como también en el Acta Unica Europea (art. 130 R) y en las Declaraciones de Estocolmo y de Río.
La protección consiste en una acción de amparo, ayuda, defensa y fomento, guarda y custodia, tanto preventiva como represiva, según indica claramente el texto constitucional tantas veces mencionado en su último párrafo, acción tuitiva en suma que, por su propia condición, se condensa en otro concepto jurídico indeterminado cuya concreción corresponde tanto a las normas como a las actuaciones para su cumplimiento. Ahora bien, no sería bueno olvidar que la protección siempre se plantea contra «algo», los peligros más arriba sugeridos y contra «alguien» cuya actividad resulta potencial o actualmente dañina para los bienes o intereses tutelados. Pues bien, en el caso del medio ambiente se da la paradoja de que ha de ser defendido por el hombre de las propias acciones del hombre, autor de todos los desafueros y desaguisados que lo degradan, en beneficio también de los demás hombres, y de las generaciones sucesivas. La protección resulta así una actividad beligerante que pretende conjurar el peligro y, en su caso, restaurar el daño sufrido e incluso perfeccionar las características del entorno, para garantizar su disfrute por todos. De ahí su configuración ambivalente como deber y como derecho, que implica la exigencia de la participación ciudadana en el nivel de cada uno, con papeles de protagonista a cargo de la mujer, de la juventud y de los pueblos indígenas, según enuncia la Declaración de Río (10, 20, 21 y 22). Esto nos lleva de la mano a la dignidad de la persona como valor constitucional transcendente (art. 10.1 C.E.), porque cada cual tiene el derecho inalienable a habitar en su entorno de acuerdo con sus características culturales.
Ahora bien, la acción del hombre con riesgo para el medio ambiente se proyecta en las más variadas manifestaciones, sanitarias, biológicas, industriales o urbanísticas, procedentes del tráfico rodado o del turismo y depredadoras sin más, como la caza y la pesca, manifestaciones difícilmente compartimentables por su heterogeneidad, aun cuando las normas lo intenten hasta donde pueden. Hemos dicho más arriba, y no es inoportuno traerlo aquí, que el carácter complejo y polifacético propio de las cuestiones relativas al medio ambiente hace que éstas afecten a los más variados sectores del ordenamiento jurídico (STC 64/1982). Ello explica que la competencia estatal sobre esta materia converja o concurra poliédricamente con otras muchas autonómicas sobre ordenación del territorio y urbanismo, agricultura y ganaderia, montes y aguas y caza y pesca. No se da una oposición lineal y unívoca sino polisémica y metafóricamente transversal, pues un solo título competencial incide en muchos otros, muy variados y percute en ellos. Sin embargo esa incidencia no puede ser tal que permita, al socaire de una protección del medio ambiente más aparente que real, la merma de competencias autonómicas exclusivas y su invasión más allá de lo básico. De todo ello habrá ocasión de extraer las consecuencias concretas según se vayan enjuiciando los preceptos uno a uno o en grupos homogéneos.
C) Legislación básica y normas adicionales:
8. La Constitución habla varias veces de «bases» (art. 149.1, 13.ª, 18.ª y 25.ª), una de «condiciones básicas» (art. 149.1.1.ª), otra de «normas básicas» (art. 149.1 27.ª) y dos de «legislación básica» (art. 149.1 17.ª y 18.ª) cuando enumera las distintas atribuciones que componen la competencia exclusiva del Estado, expresiones que tienen una referencia común, aun cuando con modulaciones diferentes. Para decirlo con pocas palabras, en las dos primeras predomina su dimensión material y en las últimas su aspecto formal que, además, se potencia cuando las Comunidades Autonómas tienen conferidos el desarrollo legislativo y la ejecución en la materia de que se trate, como es el caso de la protección del medio ambiente. Lo básico incorpora la acepción de fundamento o apoyo principal de algo, con vocación por la esencia, no de lo fenoménico o circunstancial, cuya finalidad consiste en «asegurar, en aras de intereses generales superiores a los de las Comunidades Autónomas, un común denominador normativo» (STC 48/1981) y, en la materia que nos ocupa, «el encuadramiento de una política global del medio ambiente» (STC 64/1982), haciendo viable la solidaridad colectiva y garantizando su disfrute por todos, así como el correlativo deber de conservación en régimen de igualdad (art. 45 C.E.).
En consecuencia, la «legislación básica» ofrece un perímetro amplio por su formulación genérica con un contenido esencialmente normativo. Habrá de ser, en principio, un conjunto de normas legales, aun cuando también resulten admisibles -con carácter excepcional, sin embargo- las procedentes de la potestad reglamentaria que la Constitución encomienda al Gobierno de la Nación (art. 97 C.E.), siempre que resulten imprescindibles y se justifiquen por su contenido técnico o por su carácter coyuntural o estacional, circunstancial y, en suma, sometido a cambios o variaciones frecuentes e inesperadas. Ahora bien, el contenido normativo de lo básico en esta materia no significa la exclusión de otro tipo de actuaciones que exijan la intervención estatal, solución ciertamente excepcional a la cual sólo podrá llegarse cuando no quepa establecer ningún punto de conexión que permita el ejercicio de las competencias autonómicas o cuando además del carácter supraautonómico del fenómeno objeto de la competencia, no sea posible el fraccionamiento de la actividad pública ejercida sobre él y, aun en este caso, siempre que dicha actuación tampoco pueda ejercerse mediante mecanísmos de cooperación o de coordinación y, por ello, requiera un grado de homogeneidad que sólo pueda garantizar su atribución a un único titular, forzosamente el Estado, y cuando sea necesario recurrir a un ente supraordenado con capacidad de intereses contrapuestos de sus componentes parciales, sin olvidar el peligro inminente de daños irreparables, que nos sitúa en el terreno del estado de necesidad. Se produce así la metamorfosis del título habilitante de tales actuaciones, cuyo asiento se encontraría en la competencia residual del Estado (art. 149.3 C.E.), mientras que en situación de normalidad las facultades ejecutivas o de gestión en materia de medio ambiente corresponden a las Comunidades Autónomas dentro de su ámbito espacial y no al Estado (STC 329/1993).
En la línea argumental expuesta se había pronunciado ya este Tribunal Constitucional con ocasión del enjuiciamiento de la Ley de Costas 22/1988, de 28 de julio, aun cuando lo dicho entonces (STC 149/1991) haya de ser extrapolado aquí mutatis mutandis, adaptándolo a los cambios producidos desde entonces que han homogeneizado los diversos Estatutos de Autonomía. Allí se subrayaba ya que los términos manejados por la Constitución para definir «la competencia exclusiva del Estado concerniente a la protección del medio ambiente ofrecen una peculiaridad» no desdeñable «a la hora de establecer su significado preciso». No utiliza aquí ..., en efecto como en otros lugares ... el concepto de bases, sino el de legislación básica, del que también hace uso en otros párrafos para configurar distintas competencias también estatales. A diferencia de lo que en estos sucede, sin embargo, no agrega explícitamente (art. 149.1 27.º) «ni implícitamente admite» (art. 149.1 17.º) que el desarrollo de esa legislación básica pueda ser asumido, como competencia propia, por las Comunidades Autónomas, que «consiste en establecer normas adicionales de protección», con un significado que un poco más abajo habrá de explicarse.
«Aunque esta redacción del Texto constitucional lleva naturalmente a la conclusión de que el constituyente no ha pretendido reservar a la competencia legislativa del Estado sólo el establecimiento de preceptos básicos necesitados de ulterior desarrollo, sino que, por el contrario», la competencia para ese desarrollo de tal legislación básica, que a la sazón sólo disfrutaban tres Comunidades Autónomas (País Vasco, Cataluña y Andalucía), hoy generalizada por mor de la Ley Orgánica 9/1992, es una atribución «sin duda legítima», pues «la Constitución no excluye la posibilidad de que las Comunidades Autónomas puedan desarrollar también, mediante normas legales o reglamentarias, la legislación estatal», cuando específicamente los Estatutos les hayan atribuido esta competencia. Ahora bien, su obligada interpretación conforme a la Constitución pone de manifiesto, «sin embargo, que en materia de medio ambiente el deber estatal de dejar un margen al desarrollo de la legislación básica por la normativa autonómica, aun siendo "menor que en otros ámbitos", no puede llegar, frente a lo afirmado en la STC 149/1991 (fundamento jurídico 1.º, D, in fine) de la cual hemos de apartarnos en este punto, a tal grado de detalle que no permita desarrollo legislativo alguno de las Comunidades Autónomas con competencias en materia de medio ambiente, vaciándolas así de contenido».
9. Lo básico, por una parte y desde una perspectiva constitucional, como ya se anunció más arriba, consiste en el común denominador normativo para todos en un sector determinado, pero sin olvidar, en su dimensión intelectual, el carácter nuclear, inherente al concepto. Lo dicho nos lleva a concluir que lo básico, como propio de la competencia estatal en esta materia, cumple más bien una función de ordenación mediante mínimos que han de respetarse en todo caso, pero que pueden permitir que las Comunidades Autónomas con competencias en la materia establezcan niveles de protección más altos, como ya se dijo en la STC 170/1989. No son, por tanto, lo genérico o lo detallado, lo abstracto o lo concreto de cada norma, las piedras de toque para calificarla como básica, o no, sino su propia condición de tal a la luz de lo ya dicho. Comprobar si esa calificación del legislador ha sido correcta es función privativa de este Tribunal caso por caso, sin posibilidad de crear apriorísticamente una teoría que prevea todos los supuestos futuros ni anticipar criterios abstractos no contrastados con la realidad tópica.
El recíproco engranaje de la competencia estatal y de las autonómicas en la materia, visto así, lleva a la convicción de que lo básico tiene aquí simultáneamente carácter mínimo, como patrón indispensable para la protección del medio ambiente, fuera de cuyo núcleo entran en juego las normas que lo complementan y lo desarrollan, con la ejecución, sin fisura alguna de ese entero grupo normativo. Se trata pues, de una estratificación de la materia por niveles, donde el estatal ha de ser suficiente y homogéneo, pero mejorable por así decirlo para adaptarlo a las circunstancias de cada Comunidad Autónoma. Esta es, también, la articulación de la normativa supranacional de la Unión Europea respecto de la que corresponde a los Estados miembros por virtud del principio de subsidiariedad. En definitiva la distribución de competencias, más allá de la exclusividad, se polariza en la atribución de concretas potestades y funciones sobre la materia.
D) La Ley 4/1989.
a) El Título I (art. 1).
10. La Ley 4/1989, de 27 de marzo, refleja en la denominación su contenido real y la perspectiva desde la cual lo contempla y regula, que por otra parte responden al título competencial bajo cuya advocación se coloca expresamente en la exposición de motivos, invocándose en el precepto que la encabeza. Se trata en definitiva de la protección del medio ambiente, que incide no sólo en los espacios naturales, vinculados íntimamente a ellas, aun cuando tengan fisonomía propia en muchos Estatutos de Autonomía, sino en quienes los habitan y, por ello mismo, en la caza y pesca. Visto así, es correcto en principio el primero de sus arts., sin que invada la competencia de las Comunidades Autónomas sobre tales espacios, ya que su finalidad declarada es «el establecimiento de normas de protección, conservación, restauración y mejora de los recursos naturales y, en particular, las relativas a los espacios naturales y a la flora y fauna silvestres», con una fórmula descriptiva del «objeto». Los verbos que utiliza y los elementos incluidos son los que enumeran las normas constitucionales invocadas también (arts. 45.2, 130 y 149.1.23 C.E.), sin que en tal aspecto tenga consistencia el reproche de la Generalidad de Cataluña, que les niega cobijo en esta sede. Tan aséptica formulación, genérica por demás, parece difícilmente atacable. El sentido del texto lo explica, como es su misión, la exposición de motivos, donde se dice que la Ley responde a la «decidida voluntad de extender el régimen jurídico protector de los recursos naturales más allá de los espacios naturales protegidos y la necesaria articulación de la política de conservación dentro del actual reparto de competencias».
Su ámbito real, el contenido allí descrito con la manifiesta vaguedad que le achaca la Comunidad Autónoma andaluza, vaguedad por otra parte inevitable salvo que el enunciado se convirtiera en un índice detallado, estará determinado por el resto de la Ley y en especial por la bondad de su Disposición adicional quinta. En la misma medida en que los preceptos calificados por ella como básicos lo fueren, o no, quedará inmutable o se achicará el alcance material de éste, cuyo carácter también básico en esa peculiar posición expectante resulta pues inconcuso. Por su conexión íntima con éste, y aun cuando no haya sido impugnado, resulta oportuno y conveniente para la coherencia del discurso, subrayar que lo mismo es predicable del siguiente artículo, el 2, en el cual se enuncian unos principios generales donde se admite explícitamente el concepto de «desarrollo sostenible», aun cuando sin darle tal nombre y se alude en todos los lugares pertinentes a las Administraciones Públicas en el ámbito de sus competencias respectivas, a quienes se les encomiendan misiones de garantía, vigilancia y promoción educativa, investigadora y divulgadora con un contenido que pretende inequívocamente, sin distracción alguna, la protección y mantenimiento de los recursos naturales, así como el conocimiento de la naturaleza y la necesidad de su conservación, cuyo carácter genérico y abstracto a la hora de configurar todo ello es un factor formal coadyuvante o añadido para comprobar la idoneidad de su calificación.
b) La Disposición adicional tercera.
11. A su vez, la Disposición adicional tercera, que enlaza naturalmente con el art. 1 de la Ley, donde se configura su ámbito, por deslindarlo desde el reverso negativo, deja a salvo «la aplicación directa de otras Leyes estatales específicas reguladoras de determinados recursos naturales, respecto de las que esta Ley -la 4/1989- se aplicará supletoriamente». La doble función que cumple lo transcrito, como válvula de seguridad en cuanto cláusula «sin perjuicio» y como ordenadora de la eventual pluralidad de normas, tiene una finalidad preventiva y en más de un aspecto inocua. No cabe negarle una cierta redundancia, ya que aun cuando no se dijera así, así sería porque no cabe la derogación tácita de una ley en virtud de otra posterior cuando la materia de ambas es distinta y diferente la perspectiva de la regulación. Los textos legales que se ocupan de los recursos naturales no comprendidos en el ámbito de esta Ley, ahí están y ahí quedan, incorporados pacíficamente al ordenamiento jurídico mientras no sean derogados o expulsados de él por este Tribunal. Pero tampoco ha de serle negado su carácter de presupuesto lógico para la protección del medio ambiente en su entera configuración normativa, poniendo así incidentalmente de manifiesto, una vez más, que tal es el objeto real de la Ley y no el que ella misma se arroga. El tiempo y el espacio, dimensiones de toda norma, con su rango en la escala normativa, el contenido y la perspectiva, son los principios que orientan, desde la propia Constitución, la aplicabilidad de las disposiciones legales y reglamentarias. Lo dicho revela su función de cláusula de seguridad y cierre para conseguir dentro de la materia una mayor seguridad jurídica, deseada constitucionalmente (art. 9 C.E.).
c) La Disposición adicional cuarta.
12. Desde la misma perspectiva global de la Ley que se viene manejando, es útil traer aquí, para su análisis y enjuiciamiento, la Disposición adicional cuarta, donde se autoriza al Gobierno a «establecer limitaciones temporales en relación con las actividades reguladas en la presente Ley» «para el cumplimiento de los Tratados y Convenios internacionales de los que España sea parte», obligación que por sí misma no es un título que atribuya competencia, aun cuando ponga de manifiesto la finalidad tuitiva del medio ambiente por tener como referencia directa, si bien implícita, los recursos marinos y las restricciones al comercio de algunas de sus especies. En definitiva, no da más ni atribuye nada nuevo a la competencia estatal sobre la materia. Si se traduce el eufemismo o circunloquio «limitaciones temporales» a un lenguaje más depurado técnicamente, aparece el concepto de «suspensión» que es en este caso un acto singular con incidencia en una actuación también singular y por tanto ofrece una evidente naturaleza ejecutiva, como refleja el propio texto cuando encomienda tal potestad al Gobierno dándole un protagonismo inicial con respeto explícito de «las competencias que correspondan a las Comunidades Autónomas». En consecuencia, su lectura da por resultado que en ningún caso esa facultad suspensiva se encomienda al Estado con carácter exclusivo y excluyente, sin perjuicio de la que pudiera corresponder a sus entes territoriales, en función siempre del grupo normativo compuesto por las normas básicas, las adicionales y las que puedan haberse dictado en su desarrollo, dentro del ámbito de aquél y de éstas. Por otra parte, no cabe negar anticipadamente, a priori, la constitucionalidad de una cláusula de salvaguardia con una configuración abstracta que permite previsoramente, dentro del esquema constitucional del reparto de competencias, la adopción de ciertas medidas que, en su momento, cuando adquieran realidad, podrán ser impugnadas ante quien corresponda por quedar, dada su naturaleza, bajo el control de los Jueces y Tribunales (art. 106 C.E.).
E) El planeamiento de los recursos naturales (Título II).
a) La planificación ecológica (arts. 4 al 8)
13. La planificación de los recursos naturales no es sino una forma de poner orden y concierto para conseguir la utilización racional que exige la Constitución (art. 45.1). Es una ordenación del espacio y de su contenido coincidente en aquella dimensión con la ordenación del suelo y la planificación urbanística, que poco tiene que ver o nada con la planificación económica a la cual también se refiere, como competencia estatal exclusiva en lo básico el art. 149.1.13.ª C.E. No es éste el título competencial ni principal ni coadyuvante donde pueda apoyarse esta Ley, que en ningún lugar de su texto lo invoca. Hay una jerarquización, según los niveles, de los distintos Planes, los de Ordenación de los Recursos naturales de la zona, bajo los cuales se encuentran los Planes Rectores de Uso y Gestión de los Parques (arts. 19 y 21), en otro peldaño los Planes de Recuperación y Conservación de especies en peligro o vulnerables y, en su caso, de Protección del Hábitat, así como el Plan de Manejo, condicionantes, a su vez, de la inclusión de una especie, subespecie o población en el Catálogo de Especies Amenazadas, cuya elaboración y aprobación corresponde a las Comunidades Autónomas en sus respectivos ámbitos territoriales (arts. 30.2 y 31, 2 al 6).
El mandato de planificar, tal y como aparece configurado en los cuatro párrafos que componen el art. 4 de la Ley se acomoda sin esfuerzo alguno al concepto de lo básico y en su ámbito encuentra su sede propia la determinación de los objetivos así como del contenido mínimo de los Planes de Ordenación de los Recursos Naturales. Aun cuando a la lista, enumeración o catálogo se le haya achacado un excesivo casuísmo, tal reproche no resulta, sin embargo, aceptable. Ante todo es preciso recordar, como ya se ha hecho anteriormente que en materia de medio ambiente el deber estatal de dejar un margen de desarrollo de la legislación básica por la normativa autonómica es menor que en otros ámbitos. Las cinco finalidades a tener en cuenta y las siete previsiones son muy genéricas por su formulación abstracta, que a su vez recoge los puntos de referencia manejados en el lugar pertinente del texto constitucional (art. 45 C.E.). La obligación de concretar en el Plan las actividades, obras o instalaciones públicas o privadas, merecedoras de evaluar su impacto ambiental no es ocurrencia de esta Ley, que la recoge, sino de otras disposiciones, tanto de la Comunidad Europea como internas, que la han establecido y, lo que es más importante en este momento, tiene una relación estrecha con la protección del medio ambiente como instrumento preventivo.
Atención aparte merece la individualización del planificador. Se nos dice al respecto que lo serán «las Administraciones públicas competentes» (art. 4.1), norma nada ambigua si se conecta con lo ya dicho, reflejado en la exposición de motivos de la Ley, donde puede leerse que se ofrece «así a las Comunidades Autónomas un importante instrumento para la implementación de sus políticas territoriales». Serán ellas, por tanto, quienes hayan de elaborar y aprobar, con rango legal o reglamentario, los Planes de Ordenación cuanto tengan asumidos el desarrollo legislativo y la ejecución. Por otra parte, la naturaleza normativa de todos los planes, permite que esta función pueda entrar en la órbita de la competencia estatal legiferante en tanto cumpla el requisito exigido constitucionalmente al respecto, su contenido básico y mínimo. La Constitución no veda la viabilidad de un plan nacional para la ordenación de los recursos naturales, cuyo carácter básico dependería de que lo fueran los criterios utilizados.
El art. 5 se dedica a delimitar los efectos de los Planes de Ordenación, como también lo hace a su vez para los Rectores de Uso y Gestión en otro lugar del texto (art. 19.2). No parece que tal tarea, obligada por lo demás, si se pretende perfilar un diseño acabado de estos instrumentos normativos en lo esencial, aun cuando mínimo, invada, usurpe o menoscabe las competencias de las Comunidades Autónomas. Se trata de normas sobre normas que establecen la conexión entre ellas en función del principio de especialidad o, si se quiere, sectorial, sin incidencia alguna en el sistema de fuentes ni en el principio de jerarquía normativa establecido constitucionalmente como un elemento de la legalidad (art. 9 C.E.). Aunque en algún momento histórico fuera problemático, no cabe negar hoy a todos los planes, desde los presupuestarios a los urbanísticos, su naturaleza de normas jurídicas como de consuno predican la legislación y la jurisprudencia. Tan básica como la planificación ha de reputarse la relación recíproca o mutua de sus variadas modalidades. En tal sentido la doble función, vinculante e indicativa, según incidan en la materia de medio ambiente o en otros sectores y su prevalencia respecto de la planificación territorial, son por su propia naturaleza aspectos esenciales y además imprescindibles para lograr la finalidad protectora que les viene asignada. Queda así palmario el talante básico de los preceptos de la ley reseñados al comienzo de este párrafo.
En esta misma línea se sitúan por su naturaleza intrínseca y su función las Directrices para la Ordenación de los Recursos Naturales (art. 8) que se configuran materialmente como el escalón superior de la planificación ecológica y por tanto, de los Planes homónimos, cuyo ámbito espacial puede ser una zona concreta o el territorio entero, por qué no, de la Comunidad Autónoma correspondiente. Son el vértice de la estructura piramidal que termina, por abajo en los Planes Rectores de Uso y Gestión de los Parques Naturales (art. 19). Si se observa que esta planificación es «un límite para cualesquiera otros instrumentos de ordenación territorial y física» (art. 5.2) y prevalece sobre la urbanística (arts. 5.2 y 19.2 de la Ley), la simetría induce a la conclusión de que el rango de tales Directrices debería ser equiparable al exigido para el Plan Nacional de Ordenación previsto en la Ley del Suelo, aun cuando no resulte realmente necesario tal paralelismo en virtud del principio de especialidad. Sin embargo, la norma analizada, aunque pueda parecerlo en una aproximación superficial, no incide en el sistema de fuentes del Derecho ni en su jerarquía, sino que incorpora un valor que hemos llamado ingrediente medioambiental de las demás políticas sectoriales, como la urbanística, cuya orientación se defiere al Gobierno, titular primario además de la potestad reglamentaria
(art. 97 C.E.). El contenido de esta norma no extravasa tal ámbito, como pone de relieve su encuadramiento explícito en el marco de esta Ley. Sin embargo, la necesidad de que existan esas Directrices, básica en sí mísma, no puede conllevar el carácter básico anticipado de las reglas concretas que se dicten al amparo del precepto, cuya impugnación, en su día, queda abierta.
Un poco más allá y más abajo se regulan algunas garantías que, según la Ley (art. 6) deben ser observadas en el procedimiento de elaboración de los Planes, con un propósito loable y en ningún caso impertinente como se ha pretendido. La audiencia de los interesados y de los ciudadanos, individual a través de la información pública o corporativamente, a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas legalmente está prevista por el texto constitucional [art. 105 a) y c) C.E.], que defiere su configuración a la Ley, tanto aquella que en el nivel estatal regule el procedimiento común ordinario o los especiales, como las normas producidas en su ámbito por las Comunidades Autónomas para los suyos propios, entre ellos el de elaboración de disposiciones generales que responde al significado semántico, primero y principal, de la autonomía en la acepción estricta de la palabra. Se trata, pues, de un principio inherente a una Administración democrática y participativa, dialogante con los ciudadanos, así como de una garantía para el mayor acierto de las decisiones, conectada a otros valores y principios constitucionales, entre los cuales destacan la justicia y la eficacia real de la actividad administrativa (arts. 1, 31.2 y 103 C.E.), sin olvidar, por otra parte, que tal audiencia esta ligada a la solidaridad colectiva respecto del medio ambiente, reflejada en el derecho de todos a disfrutarlo y en el correlativo deber de conservarlo. Por su parte, las normas internacionales se alinean decididamente en esa tendencia y así la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (1992), hija y heredera de la Declaración de Estocolmo veinte años atrás, exige que se dé participación en la tarea a todos los ciudadanos interesados, quienes podrán tener acceso efectivo a los procedimientos (art. 10). No merece reproche alguno, por lo tanto, este precepto cuyo contenido no es sino una remisión a un mandato constitucional de aplicación general, directa e inmediata.
b) Los factores de perturbación. La Disposición adicional segunda y el art. 24.
14. En este marco de la planificación ecológica, se prevé la aparición de cualquier «factor de perturbación» que pueda amenazar la conservación de una zona y una vez comprobada la realidad del caso, tal circunstancia provoca dos efectos compatibles entre sí (art. 24). Uno, el actuar como desencadenante de la elaboración del Plan de Ordenación de los Recursos Naturales de la Zona y otra el establecimiento de un régimen de protección preventiva como medida cautelar y, por tanto, transitoria o temporal hasta que se apruebe el Plan. Corresponde a la imagen de lo básico no sólo la previsión del factor de perturbación y sus efectos jurídicos, sino éstos en concreto. Por una parte, la imperatividad de la planificación como instrumento protector y como carga inherente a la competencia, que es una función con la doble cara del derecho y del deber, sin que por tanto se invada el ámbito de actuación de las Comunidades Autónomas. Por la otra, la configuración de unas reglas subsidiarias y mínimas que habiliten la actuación inmediata de los órganos de ejecución, sin perjuicio de las normas adicionales que para su desarrollo puedan dictar precisamente las Comunidades Autónomas. Este es el juego de la articulación competencial en la materia que el art. 24 de la Ley respeta escrupulosamente.
Aquí encaja la Disposición adicional segunda en virtud de la cual «se amplía la lista de actividades sometidas a evaluación del impacto ambiental contenida en el anexo I del Real Decreto Legislativo 1.302/1986, de 28 de junio, con la inclusión en la misma de las transformaciones de uso del suelo que impliquen eliminación de la cubierta vegetal arbustiva o arbórea y supongan riesgo potencial para las infraestructuras de interés general de la Nación y, en todo caso, cuando dichas transformaciones afecten a superficies superiores a 100 hectáreas». Esta norma trae causa de la Directiva 85/337/CE. y es impugnada por no coincidir exactamente una y otra en el ámbito de su eficacia o aplicabilidad según denuncia la Generalidad de Cataluña. El reproche tal y como se formula, que por otra parte no tiene su sede apropiada aquí, carece de consistencia si se observa que las competencias en la Comunidad Europea respecto de esta materia se articulan mediante la técnica de normas mínimas y adicionales de protección, en virtud del principio de subsidiariedad con un claro paralelismo del esquema que nuestra Constitución utiliza para el reparto competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas, como fue sugerido por este Tribunal Constitucional hace años (STC 170/1989). Además, conviene recordar que en tal aspecto el principio cardinal consiste en «que la adhesión de España a la Comunidad Europea no altera en principio, la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas». Así, pues, la traslación de la normativa comunitaria derivada al Derecho interno ha de seguir necesariamente los criterios constitucionales y estatutarios de reparto de competencias (SSTC 252/1988, 64/1991, 76/1991, 236/1991 y 79/1992). Por consiguiente, la ejecución del Derecho comunitario corresponde a quien naturalmente ostente la competencia según las reglas del Derecho interno «puesto que no existe una competencia específica para la ejecución del Derecho Comunitario» (STC 141/1993) que asume la doctrina sentada por las antedichas.
Por otra parte, el hecho de que las Directivas europeas tengan como finalidad la de homogeneizar, aproximar o armonizar los distintos ordenamientos y que sean de obligado cumplimiento por todas las autoridades o instituciones, centrales y descentralizadas, de los Estados miembros y que, incluso, puedan tener un efecto directo, no significa que las normas estatales que las adapten a nuestro ordenamiento deban ser consideradas necesariamente «básicas». Aquellas disposiciones del Derecho comunitario vinculan, desde luego, a las Comunidades Autónomas, pero por su propia fuerza normativa y no por la que le atribuya su traslación al Derecho interno como normas básicas. Y si bien esa necesaria adaptación puede llevar en ciertos casos a dictar normas internas de contenido prácticamente uniforme para todo el territorio de la Nación, tal regulación sólo corresponde hacerla al Estado mediante normas de carácter básico en la medida en que lo permitan la Constitución y los Estatutos de Autonomía. Es el caso que en este aspecto el Real Decreto Legislativo 1.302/1986, vigente pacíficamente, se autoatribuye el carácter de legislación básica (art. 1) y respeta el orden constitucional de competencias cuando considera «órgano ambiental al que ejerza estas funciones en la Administración Pública donde resida la competencia sustantiva para la realización o autorización del proyecto» (art. 5). En tales coordenadas resulta constitucionalmente aceptable la condición básica de esta Disposición adicional, cuyo contenido consiste en una extensión cuantitativa de los supuestos previsibles, sin metamorfosis de su naturaleza, que responde -por otra parte- a la incidencia del principio de subsidiariedad en la distribución de competencias entre la Unión y sus Estados miembros, mediante la articulación de normas mínimas y adicionales, con claro paralelismo respecto del esquema constitucional en la materia, expuesto más arriba.
c) La planificación hidrológica (Título III, Capítulo Primero, art. 9 en relación con el 25).
15. Aun cuando el epígrafe del Título III parezca introducirnos en el ámbito de la base física del medio ambiente, el suelo, es evidente sin embargo que el art. 9, disposición general única y contenido exclusivo del Capítulo Primero, se refiere todavía a su utilización como fuente de recursos agrícolas, forestales y ganaderos, entre otros. Ahora bien, por lo que respecta a los hidráulicos, el precepto correspondiente -párrafo 3.º- los condiciona a su planificación, cuya finalidad inmediata mira al uso y aprovechamiento de las aguas necesarias para la vida y la producción de alimentos, riego y suministro de poblaciones. Pues bien, la Ley de espacios naturales sabe que existen los planes hidrológicos de cuencas, no los crea, pero los condiciona a unas ciertas indicaciones para las medidas de protección pertinente, cuya fuerza vinculante se desprende del verbo utilizado, ya que «deben» ser recogidas en aquellos planes. Ello justifica, a su vez la existencia de un Inventario Nacional de Zonas Húmedas a cargo del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, órgano estatal, incluso con la colaboración obligada de las Comunidades Autónomas respectivas (art. 25). Las «medidas» aquí previstas, como las «indicaciones» o los «criterios» aludidos en otros lugares, son en su esencia normas jurídicas, aunque las arrope el calificativo de lo técnico, con un rango reglamentario. La necesidad de su existencia puede considerarse básica, sin mayor dificultad, como también el art. 25 de la Ley, sin predecir la calificación de su contenido, cuando adquieran vida propia el día de mañana, en función de que su componente medioambiental incida directamente en estos recursos naturales para su protección.
La planificación hidrológica -advierte el art. 9.3deberá prever en cada cuenca hidrográfica las necesidades y requisitos para la conservación y restauración de los espacios naturales en ella existentes y, en particular, de las zonas húmedas. Aquí se marcan unos objetivos y unos límites a tener en cuenta por el planificador en la materia, sin predeterminar quién haya de ser éste. La finalidad se compadece perfectamente, como anillo al dedo, con el ámbito de la Ley diseñado en el primero de sus preceptos y la configuración como guía o directriz abstracta reviste las características de norma básica para la protección del medio ambiente. Desde esta perspectiva, su coexistencia con la legislación derivada de otros títulos competenciales distintos y, en concreto, la que regula los aprovechamientos hidráulicos, puede ser pacíficamente aceptada como ya se dijo en otras ocasiones (SSTC 144/1985 y 227/1988).
F) La protección de los espacios naturales (Título III, Capítulo Segundo, arts. 10 al 19).
a) Declaración y efectos (art. 10).
16. Al llegar a este punto y entrar en el Capítulo Segundo la Ley abandona la perspectiva de los recursos, elementos del medio ambiente en su configuración constitucional explícita, aludida tantas veces que excusa su cita ordinal, para entrar -nada más apropiado semánticamente- en los espacios naturales, factor también de aquél por ser su soporte topográfico, pero con personalidad propia dentro del conjunto. Aunque pueda parecer innecesario traerlo de nuevo a colación, no está de más recordar que aquí seis de las Comunidades Autónomas ostentan una competencia exclusiva sobre los espacios naturales protegidos. Siendo aquéllos el soporte de un título competencia distinto del que cobija la protección del medio ambiente, y no habiéndose reservado el Estado competencia alguna respecto de tales espacios, resulta por una parte posible que esa materia pueda corresponder a las Comunidades Autónomas, como comprendida en el art. 149, párrafo 3, de la Constitución y que el perímetro de su actuación sea muy amplio (SSTC 69/1982 y 82/1982).
En consecuencia el protagonismo de esas seis Comunidades Autónomas es mayor y más intenso en este ámbito, situándolas en una posición peculiar, más sólida, que a veces puede llegar a invertir su relación con el Estado en tal ámbito, como refleja la propia Ley 4/1989, cuyo art. 21 les otorga significativamente el protagonismo indicado más atrás. Podría diseñarse como una intersección de la competencia genérica para la protección del medio ambiente y la específica respecto de un elemento suyo, el soporte topográfico acotado, que es a su vez protegido mediante el ejercicio de las correspondientes funciones públicas, competencias, pues, la estatal y la autonómica, concurrentes, que no compartidas. Aun cuando el escrutinio de las normas estatutarias pudiera permitir matices y aun autorizar respuestas diferentes, no ocurre así en este caso por obra de la misma Ley que generaliza su regulación para todas las Comunidades Autónomas. No se olvide, sin embargo, que los propios Estatutos de Autonomía encuadran esta competencia, no obstante su carácter exclusivo, en el marco de la Constitución, invocando explícitamente el precepto pertinente (art. 149.1 23.ª), pues a su luz ha de ser leída cualquier otra norma, incluso las estatutarias (STC 89/1982), ni que -por otra- la protección del medio ambiente es, por ello, el marco en el que deben ejercerse las competencias sobre espacios naturales protegidos (SSTC 64/1982 y 170/1989).
El meollo de esta Ley, como indica su denominación reside en el concepto de espacio natural (art. 10.1) que es cualquier zona localizada e individualizada, dentro del territorio español en la acepción propia del Derecho internacional, digna de protección por contener elementos o sistemas naturales de especial interés o valores naturales sobresalientes. El ámbito de esa función tuitiva se compadece perfectamente y enlaza en línea recta con el concepto constitucional del medio ambiente, tal y como ha sido expuesto más atrás, por la vía de las finalidades a las cuales ha de atender, ligadas a ciertos recursos naturales. En primer plano, el suelo, preservando aquellas áreas y elementos naturales con un interés singular desde los puntos de vista científico, cultural, educativo, estético, paisajístico y recreativo. A continuación, vienen sus moradores, las comunidades o especies en peligro, cuya supervivencia ha de conseguirse mediante la conservación de sus hábitats. Con unos y otros, suelo y moradores, se pretende constituir una red representativa de los principales ecosistemas y regiones naturales existentes en España, todo lo cual, a su vez, permite la colaboración de nuestro país en programas internacionales para la conservación de espacios naturales y de vida silvestre en los que se haya comprometido a participar (art. 10.2). No parece dudosa la calificación de ambos párrafos como básicos, que se refleja en su formulación genérica y abstracta, simplemente descriptiva. Esta conclusión queda además sólidamente anclada no sólo en los dos primeros preceptos de la Ley, cuya misma condición hemos comprobado más arriba, sino en el art. 21 donde se reconoce, en principio, la competencia de las Comunidades Autónomas para la declaración de esos espacios y su gestión según la tipología que luego se dirá, así como para dictar las normas adicionales pertinentes.
Por su parte, el siguiente párrafo del mismo precepto (art. 10.3) trae causa del art. 3 de la Ley, cuya condición básica no ha sido puesta en entredicho por nadie en este proceso y que, en consecuencia, sirve tanto para legitimar como para entender éste. Efectivamente, allí se habla genéricamente de las «actividades encaminadas al logro de las finalidades contempladas en la Ley», una de las cuales consiste precisamente en la declaración de un espacio protegido, como presupuesto o factor desencadenante de su utilidad pública o interés social a todos los efectos, respecto de los bienes y derechos que puedan resultar afectados, sin prejuzgar en ninguna de ambas normas cuál haya de ser la Administración pública competente al respecto, aun cuando ninguna sea aludida, silencio suficientemente expresivo. Uno de tales efectos consiste en la habilitación de la potestad expropiatoria, con la cobertura constitucional del art. 149.1. 18.ª, otros bien podrán producirse en el ámbito tributario a través de las exenciones y bonificaciones o las exacciones con fines no fiscales y los recargos sobre los existentes, ejemplos de la función de fomento en sus vertientes positiva y negativa. Su cobijo, como competencia estatal, se encuentra en el art. 149.1.8.º, sin que falten otros de distinta naturaleza, cuyo es el caso de los derechos de tanteo y retracto que se otorgan a la Administración competente en las transmisiones onerosas intervivos de terrenos situados en el interior de cualquier espacio protegido, a cuyo ejercicio se le pone el límite cronológico de tres meses y un año, respectivamente, computable desde la notificación o copia fehacientes de las condiciones esenciales de la transmisión proyectada de la escritura pública, si fue consumada o perfeccionada, carga impuesta al transmitente y cuya destinataria es la Administración actuante, que se configura como requisito necesario para la inscripción en el Registro de la Propiedad. El tanteo y el retracto son «derechos reales» cuya regulación, por ser legislación civil, es competencia exclusiva del Estado, a reserva de los Derechos forales o especiales. El carácter civil de la institución y de su regulación no excluye, sin embargo, que puedan existir derechos de retracto o bien otros establecidos por la legislación administrativa, respondiendo a una finalidad pública, constitucionalmente legítima. No hay, pues, invasión competencial del título del art. 149.1 8.ª por la simple constitución de un derecho de tanteo y retracto, pero sin contener, en modo alguno, una regulación del régimen jurídico de tales derechos» (STC 170/1989), ya que dicho título deriva del que rige esta Ley, la protección del medio ambiente. Por otra parte, tales efectos desencadenados por la declaración y cualquiera otro tienen carácter instrumental y, por ello, la competencia para provocarlos está siempre en función de aquella otra sustantiva a la cual sirva. No cabe duda alguna, dicho cuanto queda expuesto, sobre la condición básica de estos preceptos estrechamente vinculados entre sí.
b) Clasificación y régimen jurídico. (arts. 12 al 20).
17. La misma respuesta positiva merece la clasificación de los espacios naturales protegidos en cuatro tipos (art. 12) cuya definición y régimen jurídico se contienen en este capítulo. Las definiciones de cada modalidad, en función de sus características objetivas, pretenden una homogeneidad tan conveniente en un plano pragmático como necesaria para su plena eficacia, dada la dimensión geográfica del medio ambiente que le hace rebasar no ya el ámbito territorial de las Comunidades Autónomas sino las fronteras estatales en una tendencia cada vez más intensa a convertirse en universal. La calidad de espacio natural protegido exige la concurrencia de dos factores, uno material, consistente en la configuración topográfica con sus elementos geológicos, botánicos, zoológicos y humanos y otro formal, la declaración de que lo son por quien tenga a su cargo tal competencia, tema indiferente aquí y cuyo análisis habrá de abordarse más adelante. En el primero de tales aspectos, la declaración de Parque y de Reserva exigirá que se elabore y apruebe previamente el correspondiente Plan de Ordenación de los Recursos Naturales de la zona, salvo cuando excepcionalmente existan razones para prescindir de él, cuya constancia expresa en la norma respectiva se concibe como inexcusable y determinante incluso de su validez, todo ello sin perjuicio de poner en marcha el procedimiento adecuado para conseguir la aprobación del Plan en el plazo máximo de un año (art. 15.1 y 2 de la Ley).
Los Parques -dice el art. 13- son áreas naturales, poco transformadas por la explotación o la ocupación humana que, en razón a la belleza de sus paisajes, la representatividad de sus ecosistemas o la singularidad de su flora, de su fauna o de sus formaciones geomorfológicas, poseen unos valores ecológicos, estéticos, educativos y científicos cuya conservación merece una atención preferente. A su vez, las Reservas Naturales tienen como finalidad la protección de ecosistemas, comunidades o elementos biológicos que, por su rareza, fragilidad, importancia o singularidad merezcan una valoración especial. Por su parte, los Monumentos Nacionales pueden ser no sólo aquellos espacios o elementos de la naturaleza constituidos básicamente por formaciones de notoria singularidad, rareza o belleza, sino también las formaciones geológicas, los yacimientos paleontológicos y demás elementos de la gea que reúnan un interés especial por la singularidad o importancia de sus valores científicos, culturales o relativos a los Paisajes protegidos que, a su vez se describen como cualesquiera lugares concretos del medio natural con un valor estético y cultural que les haga merecedores de una protección especial (arts. 13.1, 14.1, 16.1 y 2 y 17 de la Ley). Estos cuatro tipos así descritos y acotados pueden dar lugar en ciertos supuestos a una zona de influencia, con la ampliación espacial de su ámbito que tiene una función de escudo o muralla, efecto eventual, inducido por la declaración de un espacio natural como protegible, si se hubiere hecho en forma de Ley, en cuyo caso se prevé el establecimiento de cinturones de seguridad con el nombre de Zonas Periféricas de Protección, para evitar impactos ecológicos o paisajísticos procedentes del exterior, con las limitaciones necesarias. En la misma estrategia defensiva, con el fin de conseguir el mantenimiento de tales espacios y compensar a las poblaciones perjudicadas, podrán crearse Areas de Influencia Socioeconómica, compuestas por los términos municipales donde se encuentren situados por el espacio en cuestión y su Zona Periférica, con un régimen financiero proporcional a las limitaciones o cargas (art. 18.1 y 2).
El régimen jurídico también homogéneo, así perfilado, sirve de mínimo común denominador a la finalidad de asegurar el disfrute por todos del derecho a un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona. Con el deber correlativo de conservarlo, como reflejo de la solidaridad colectiva (arts. 149.1.23.ª en relación con el 45 C.E.). Por ello, conviene la calificación de básicas a las limitaciones para el aprovechamiento o explotación de los recursos, potestativas en los Parques y preceptivas, imperativas o compulsivas en las Reservas, con la prohibición de los usos incompatibles con las finalidades determinantes de su creación o la autorización de los compatibles con la conservación de valores cuya protección se pretende, en un planteamiento inverso según se trate de aquéllos o de éstas (arts. 13.2 y 14.2). En la misma órbita se inscriben la posibilidad de limitar el número de visitantes en los Parques, para garantizar su conservación y la prohibición de recoger material biológico o geológico en las Reservas, salvo que existan razones de investigación y educativas que aconsejen su permisividad mediante licencia administrativa (arts. 13.3 y 14.2 in fine). Ningún reproche, desde la perspectiva constitucional, merece esa regulación escueta y sobria, como tampoco la previsión genérica que contiene el art. 11 de la Ley, en cuya virtud «las normas reguladoras de los espacios naturales protegidos determinarán los instrumentos jurídicos, financieros y materiales que se consideren precisos para cumplir eficazmente los fines perseguidos con su declaración».
La planificación, cuyo carácter básico quedó de relieve en su lugar propio, se extiende a una fase posterior a la administración de los Parques, para la cual son necesarios los Planes Rectores de Uso y Gestión, donde se fijarán las normas generales al respecto y que se revisarán periódicamente, cuya aprobación corresponderá, en cada caso, al Gobierno de la Nación o a los órganos competentes de las Comunidades Autónomas. En el procedimiento de elaboración habrán de ser oídas o informar preceptivamente las Administraciones competentes en materia urbanística. Tales Planes prevalecerán sobre los de urbanismo y, en la hipótesis de incompatibilidad, éstos se revisarán de oficio para adecuarlos a aquéllos (art. 19.1 y 2 de la Ley). Por otra parte, con la función de colaborar en esa gestión se prevé la creación de Patronatos o Juntas Rectoras, como órganos de participación cuya estructura y atribuciones se determinarán en las correspondientes disposiciones reguladoras (art. 20 de la Ley). Nada hay que objetar desde el plano de la constitucionalidad a esta configuración claramente básica.
c) La gestión (art. 21 y Disposición transitoria segunda).
18. Si en el engranaje de las competencias normativas del Estado y de las Comunidades pudiera crearse alguna zona en sombra o algún problema de límites, no ocurre lo mismo tratándose de la «gestión», que corresponde en principio a las Comunidades Autónomas. No sólo la Constitución la encomienda a aquéllas, sino que además estatutariamente se les defiere la función ejecutiva no sólo en el ámbito entero de la protección del medio ambiente, comprendidos los espacios naturales, trátese de las normas básicas como de las adicionales y de las que se dicten para su desarrollo, legislativas y reglamentarias, estatales o no, sino también en las diferentes facetas que conllevan la administración, la inspección y la potestad sancionadora como quedó dicho en un principio, con ocasión de analizar y clasificar el contenido de los Estatutos de Autonomía al respecto. El juego recíproco de las normas constitucionales (arts. 148.1. 9 y 149.1. 23 C.E.) y de las estatutarias pone de manifiesto «sin lugar a dudas, que las facultades ejecutivas o de gestión en materia de medio ambiente, en general... corresponden a» las Comunidades Autónomas «y no al Estado» (SSTC 149/1991 y 329/1993), a quien le queda un margen para tal tipo de actuaciones singulares en el estricto perímetro delimitado más atrás, en el lugar adecuado de esta Sentencia y a las cuales se alude en ella más abajo. La declaración de que un espacio natural merece la protección prevista constitucionalmente, es un acto netamente ejecutivo que consiste en aplicar la legalidad, individualizándola y, por tanto, es también un acto materialmente administrativo. En tal sentido ha de considerarse correcto el principio del cual parte la Ley, donde se dice al respecto que la declaración de lo que sean Parques, Reservas Naturales, Monumentos Naturales y Paisajes Protegidos y su gestión corresponderá a las Comunidades Autónomas en cuyo ámbito territorial se encuentren (art. 21.1).
A su vez, la reclasificación de los espacios naturales protegidos, ya calificados como tales por las propias Comunidades Autónomas, que se le impone en la segunda de las Disposiciones transitorias, tiene una finalidad múltiple no sólo plausible sino indispensable para hacer efectivas las previsiones básicas de la propia Ley, coordinando su aplicación en tal aspecto y también para homogeneizar la denominación y conseguir la homologación internacional, con respeto absoluto a las competencias respectivas no sólo genérica e implícitamente, sino con explícito reconocimiento de la potestad para establecer figuras diferentes de las diseñadas en la propia Ley en favor de las Comunidades Autónomas con competencia exclusiva en la materia y para dictar normas adicionales, por reenvío directo al párrafo segundo del art. 21. Lo dicho pone de manifiesto su talante básico y, además, respetuoso del orden constitucional de competencias.
d) Espacios naturales situados en el territorio de dos o más Comunidades Autónomas (art. 21.4).
19. Ahora bien, tan sano criterio inicial se desvirtúa más adelante. Efectivamente, en el caso de que algún espacio natural protegido estuviere situado en el territorio de dos o mas Comunidades Autónomas, la Ley desplaza verticalmente la competencia para declarar que lo son, convirtiéndola en estatal, con un sistema entre convencional y autoritario para determinar la participación en la gestión de cada una de las Administraciones implicadas y arrogándose el Estado la coordinación y la presidencia del Patronato o Junta Rectora (art. 21.4), aun cuando esta participación estatal pudiera acogerse al art. 103 C.E. Cualquiera que fuera el plausible propósito del legislador, es evidente que la supraterritorialidad no configura título competencial alguno en esta materia, como ya se dijo con ocasión de las zonas atmosféricas contaminadas (STC 329/1993). Ciertamente, los espacios naturales tienden a no detenerse y mucho menos a coincidir con los límites de las Comunidades Autónomas. Pero ello no es suficiente para desplazar la competencia de su declaración y gestión al Estado, so pena de vaciar o reducir la competencia autonómica en la materia. La circunstancia, pues, de que un espacio natural de una Comunidad Autónoma se prolongue más allá de los límites territoriales de la misma podrá dar lugar a mecanismos de cooperación y coordinación, pero sin alterar la competencia de aquélla para declarar y gestionar dichos espacios. Por otra parte, la colindancia de Comunidades Autónomas no siempre supone un espacio natural protegible único y homogéneo, dada la heterogeneidad de los cuatro tipos descritos en la Ley y los muchos que puedan configurar, en su caso, las normas adicionales autonómicas, sino que pueden coexistir perspectivas heterogéneas, cuya convivencia pacífica sea factible, como ejemplo un Parque en un territorio o un Monumento en el vecino o un lugar concreto de otro limítrofe, un mirador, desde el cual pueda contemplarse el paisaje. No es, por tanto, correcta la solución ofrecida en el primer párrafo de este precepto -el art. 21.4 de la Ley-. El párrafo segundo cae, a su vez, por conexión, aun cuando su contenido parezca razonable en principio como fórmula de colaboración, desde el momento en que desaparece la cabezera de la cual trae la causa.
e) Espacios naturales enclavados en la zona marítimo-terrestre (art. 21.3).
20. Una situación distinta es la que se plantea en el caso de la zona marítimo-terrestre, aun cuando la respuesta haya de ser también negativa. Efectivamente, se reserva al Estado la declaración y gestión de los espacios naturales protegidos cuando tengan por objeto la protección de las riberas del mar, de los ríos, del mar territorial y las aguas interiores y los recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental (art. 3, Ley 22/1988, de Costas, al cual se remite el art. 21.3 de la Ley 4/1989). Es opinión pacífica que la titularidad del dominio público no confiere, por sí misma, competencia alguna. Tampoco tiene tal virtud taumatúrgica la importancia de estos bienes para el interés general, valor colectivo donde estriba el fundamento de su calificación jurídica como públicos y de la adscripción de su dominio al Estado. Es la naturaleza jurídica de la actividad el único criterio válido para juzgar de su idoneidad constitucional. No hay por qué repetir lo dicho más arriba. La esencia de la declaración como acto ejecutivo no puede quedar desvirtuada por factores ajenos e inoperantes como son los topográficos. Sigue siendo cierto ahora como antes que lo básico es también la regulación mínima, donde se definan y acoten los espacios naturales dignos de protección y se tracen directrices para su uso y hasta para su gestión, sin alterar la titularidad de ésta.
Cabe, por tanto, que estos bienes de dominio público puedan constituirse en una categoría ad hoc por sus características propias y su trascendencia social, junto a los parques, las reservas, los monumentos y los paisajes. Ahora bien, en ningún caso la titularidad dominical se transforma en título competencial desde la perspectiva de la protección del medio ambiente, sin perjuicio por supuesto de las funciones estatales respecto de estos bienes desde su propia perspectiva. «Las facultades dominicales -hemos dicho ya- sólo pueden ser legítimamente utilizadas en atención a los fines públicos que justifican la existencia del dominio público, esto es, para asegurar la protección de la integridad del demanio, la preservación de sus características naturales y la libre utilización pública y gratuita, no para condicionar abusivamente la utilización de competencias ajenas y en lo que aquí más directamente nos ocupa, de la competencia autonómica para la ordenación territorial» (STC 149/1991). En consecuencia, la calificación de un segmento o trozo de la zona marítimo-terrestre como parte de un espacio natural protegible corresponde también a la Comunidad Autónoma en cuyo territorio se encuentre. Lo mismo cabe decir de la gestión, a los solos efectos de la protección del medio ambiente, sin que la posibilidad de interferencias recíprocas, fenómeno común en el ejercicio de competencias concurrentes sobre el mismo objeto para diferentes funciones, autorice a unificarlas mediante la absorción de una por la otra. Tal tentación nos conduciría al redescubrimiento del Estado centralista. La conclusión no puede ser otra que erradicar este apartado tercero, como lo fue el posterior del art. 21, por quebrantar el orden constitucional de competencias y adolecer en consecuencia de inconstitucionalidad.
f) Los Parques Nacionales (Capítulo Cuarto, arts. 22 y 23):
21. Los Parques Nacionales son una realidad singular, por muchas razones, de este tipo de espacios naturales dignos de protección. Su origen, ya remoto en esta época de aceleración histórica, se encuentra en la Ley de 7 de diciembre de 1916 que los crea en España y los define como «aquellos sitios o parajes excepcionalmente pintorescos, forestales o agrestes del territorio nacional que el Estado consagra, declarándolos tales, con el exclusivo objeto de favorecer su acceso por vías de comunicación adecuadas y de respetar y hacer que se respeten la belleza natural de sus paisajes, la riqueza de su fauna y de su flora y las particularidades geológicas e hidrológicas que encierren, evitando de ese modo con la mayor eficacia todo acto de destrucción, deterioro o desfiguración de la mano del hombre». La creación, previo acuerdo con los dueños de los sitios, su reglamentación y su sostenimiento, infraestructura de comunicaciones incluso, se encomienda al Ministro de Fomento. Estos tres artículos de tan concisa norma introducen en nuestro ordenamiento jurídico la ecología, sin llamarla por su nombre y contienen ya los elementos esenciales que configurarán luego el concepto del medio ambiente; los recursos naturales, su dimensión estética, la agresividad de los hombres y la necesidad de combatirla mediante la protección, sin olvidar la idea nuclear del disfrute, implícita en el propósito de favorecer el acceso a estos lugares.
La Ley 15/1975, de 2 de mayo, a su vez, los configura como «aquellos espacios naturales de relativa extensión que se declaren por ley como tales por la existencia en los mismos de ecosistemas primigenios que no hayan sido sustancialmente alterados por la penetración, explotación y ocupación humana y donde las especies vegetales y animales, así como los lugares y las formaciones geomorfológicas tengan un destacado interés cultural, educativo o recreativo o en los que existan paisajes naturales de gran belleza, cuya salvaguardia corresponde al Estado, quien garantizará "su uso, disfrute, contemplación y aprovechamiento ordenado de sus producciones" e impedir los actos que directamente puedan producir su destrucción, deterioro o desfiguración» (art. 3), creando a continuación, la figura de los «parajes naturales de interés nacional», caracterizados cuantitativamente por su «ámbito reducido», hoy desaparecida. Era otra época, con medio siglo de diferencia y otro lenguaje, pero con idéntico meollo objetivo y teleológico, con la misma preocupación.
Hasta aquí el pasado, la perspectiva histórica, siempre útil para comprender el presente. La Ley que hoy enjuiciamos recoge esta categoría de espacio natural, que clava la más honda raíz en su carácter simbólico por tratarse de una realidad topográfica singular, a veces única, característica del conjunto, con lo que podría llamarse personalidad ecológica, y signo distintivo en suma que identifica a un país y con el se identifica, como les ocurre también a ciertas instituciones o a monumentos bien conocidos, unidos indisolublemente a la imagen de una ciudad o de una nación. Siendo la sustancia idéntica varía sin embargo la perspectiva, que en la nueva regulación polariza la atención en el esquema constitucional del reparto de las competencias estatales y territoriales. Con los preexistentes que se relacionan por su topónimo (Caldera de Taburiente, Doñana, Garajonay, Montaña de Covadonga, Ordesa y Monte Perdido, Tablas de Daimiel, Teide y Timanfaya) se compone la Red Estatal desde la propia Ley (Disposición adicional primera). Todos corresponden obviamente al concepto que ofrece su texto articulado por ser representativos de los principales sistemas naturales españoles indicados en el anexo, un total de once clasificados en tres grupos regionales, eurosiberiano, mediterráneo y macaronésico. La característica que sirve para definirlos pone de manifiesto simultáneamente la concurrencia de un interés general para el conjunto de la Nación, cuya fuerza expansiva trasciende su importancia local hasta infiltrarse, diluirse y perderse en la trama y urdimbre de la estructura ecológica de la península o de sus archipiélagos.
La posibilidad, pues, de su mera existencia reúne todos los rasgos de lo básico por su carácter selectivo y primario en la materia como los reúne la configuración abstracta que actúa como presupuesto de hecho de la declaración. A esta calificación material se une y exige, cumpliendo así el mandato constitucional, la vestidura formal de una Ley de las Cortes Generales no sólo para ratificar la subsistencia de los ya existentes, según se ha visto, sino también para declarar en el futuro como tales otros espacios que puedan merecerlo. Cualquiera que fuere la naturaleza intrínseca de las leyes con un objeto singular o un sujeto individualizado, es lo cierto que la declaración de que un determinado espacio natural reviste las características para ser considerado Parque Nacional no se agota con tal declaración sino que conlleva el sometimiento a un régimen jurídico especial para una protección más intensa. No repugna, por tanto, al orden constitucional de competencias que pueda corresponder al Estado, como titular de ese interés general de la Nación la creación de tales Parques, para la cual además se reconoce una facultad de propuesta a las Comunidades Autónomas, aunque no vinculante jurídicamente. Se ajustan, pues, a la Constitución no sólo el art. 22 de la Ley, salvo en lo que se dice más abajo, sino la Disposición adicional primera.
22. Sin embargo, no vale la misma respuesta para la gestión de los Parques Nacionales, que la Ley atribuye en exclusiva al Estado, aun cuando sus funciones en esta materia no se agoten en la declaración del interés general de ese espacio natural que le haga merecedor de protección, pues la norma, tal y como aparece diseñada, desconoce paladinamente la competencia de las Comunidades Autónomas para ejecutar lo legislado sobre protección del medio ambiente y la posición singular de algunas de ellas, con una competencia exclusiva sobre los espacios naturales protegidos. No hace falta insistir en el contenido del concepto de gestión, que se utiliza como sinónimo de administración y en la concepción constitucional de las potestades públicas sobre la materia cuyo ejercicio en este ámbito se configura como competencia normal o habitual de las Comunidades Autónomas y que sólo residualmente, en ciertos supuestos límite que no es necesario concretar ahora, aunque uno sea éste, pueda participar en ella el Estado. No es admisible en cambio la exclusión de las Comunidades Autónomas en cuyo territorio este enclavado el Parque Nacional, como hace el texto en tela de juicio. Desde esta perspectiva ha de predicarse la inconstitucionalidad parcial del primer párrafo del art. 22 en cuanto atribuye la gestión exclusivamente al Estado, sin que esa tacha se comunique al siguiente precepto. En efecto, el art. 23 diseña un Patronato para cada uno de los Parques Nacionales con las funciones de proponer, informar o vigilar, y en ningún caso decisorias, en la línea de coparticipación sugerida más atrás, donde estarán presentes todas las Administraciones implicadas o comprometidas. No son órganos gestores sino colaboradores, pero su estructura plural con funciones adjetivas o secundarias respeta la participación de las Comunidades Autónomas.
G) La flora y la fauna silvestre (Título IV).
a) Disposiciones generales (Capítulo Primero, arts. 26 y 28).
23. Al llegar aquí se produce una primera cesura de la Ley, anunciada ya en su denominación abreviada y en el primero de sus preceptos, donde se delimita el ámbito objetivo. No se trata ya de espacios naturales sino de sus habitantes vivos, los animales y los vegetales, «recursos» en definitiva y factores del concepto de medio ambiente en su configuración constitucional, como ya se ha dicho en ocasiones anteriores y elementos principales de cualquier ecosistema por aparecer más desvalidos ante las agresiones no sólo directas sino indirectas, a través de la degradación del «hábitat», de su espacio vital. La flora y la fauna espontáneas y oriundas, silvestres, son por tanto los primeros sujetos merecedores de protección y en tal aspecto aparecen incluidos, y bien incluidos, en el art. 1 de la Ley, donde se diseña el perímetro de su objeto. Ahora bien, hemos de aislar un primer grupo de artículos (26.2 y 4 y 28) por ser los únicos impugnados formalmente y otro segundo (arts. 29 y 30) por su interconexión con los anteriores como consecuencia del reenvío en cadena del primero al segundo y de éste al último. Todos ellos tienden muy directa e inmediatamente a la finalidad de conservación y mejora de los animales y las plantas, que forman parte del medio ambiente.
En tal sentido se indican, ante todo, los objetivos a conseguir por las Administraciones públicas competentes mediante medidas, actos de ejecución en suma, objetivos configurados con carácter tan esquemático como genérico, que permiten un amplio margen o una gran holgura de movimientos. «Se atenderá preferentemente a la preservación de sus hábitats y se establecerán regímenes específicos de protección para las especies, comunidades y poblaciones cuya situación así lo requiera, incluyéndolas en alguna de las cuatro categorías que se definen más allá (arts. 26.4 y 29), inclusión que produce como efecto automático la prohibición de dar muerte, dañar, molestar o inquietar intencionadamente a esos animales y que se extiende a la captura en vivo o a recolectar sus huevos o crías, a la posesión, tráfico y comercio doméstico o exterior de ejemplares vivos o muertos o de sus restos, así como a alterar y destruir la vegetación (art. 26.4). Por otra parte, se reconoce a las Comunidades Autónomas con competencia en la materia la posibilidad de establecer, además de las categorías de especies amenazadas relacionadas en el art. 29, otras específicas, determinando las prohibiciones y actuaciones que se consideren necesarias para su preservación (art. 32). El conjunto de estas normas muestra su talante básico y respetuoso del esquema competencial tantas veces expuesto, que en realidad no le niegan los alegatos de las partes en litigio por su contenido sustantivo, razonable y esquemático, aun cuando pongan en tela de juicio el Catálogo Nacional de Especies Amenazadas, el cual será objeto de análisis más adelante.
24. En la Ley se maneja la doble técnica, muy frecuente, de prohibir determinadas actividades, en este caso las predadoras de los animales silvestres incluidos en los catálogos ad hoc y, simultáneamente, prever la posibilidad de permitir su práctica en supuestos excepcionales, como válvula de seguridad, para hacer posible otras actividades socialmente positivas. Así, pues, la prohibición ya analizada más arriba (art. 26.4 de la Ley) puede «quedar sin efecto previa autorización administrativa del órgano competente» por una serie de motivos o causas, hasta cinco, una de las cuales estriba en la finalidad investigadora, entendida la palabra en su dimensión científica. Pues bien, si tal fuere el caso, «la decisión pertinente se adoptará teniendo en cuenta los criterios que fije la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología» (art. 28.4) previo informe vinculante del Consejo General de la Ciencia y la Tecnología (art. 28.4). Traducido todo ello al lenguaje jurídico, resulta claro, ante todo, que los «criterios» por muy técnicos o científicos que puedan parecer y resulten ser, incorporan en definitiva reglas jurídicas de actuación. No otro significado puede asignarse al mandato de tenerlos en cuenta, salvo que se le despoje de contenido, en cuya hipótesis desaparecería también su carácter básico. Y como normas poseen, por su procedencia, un rango inferior al legal y han de calificarse como disposiciones generales de origen administrativo, obra de la potestad reglamentaria. En efecto, la Comisión Interministerial y el Consejo General, órganos estatales por definición, están situados por debajo del Gobierno y de cada uno de sus Ministros. En cierto aspecto, estos «criterios» implican una saludable autolimitación de la discrecionalidad administrativa y una armonización a la hora de aplicar la norma al caso concreto.
La necesidad de que existan tales criterios ha de reputarse básica, como se dijo ya al tratar de las «medidas» y de las Directrices previstas en los arts. 7 y 8 de la Ley, pero sin que ello permita adjudicarles la misma calificación apriorística o proféticamente, antes de existir y ser conocidos, difícil de predicar cuando por definición o esencia han de ser coyunturales y mudables, en función de las circunstancias. En definitiva, tendrán o no tal carácter según su contenido concreto en cada ocasión y por ello tampoco resulta simétricamente posible una descalificación anticipada. En cualquier caso y por su naturaleza intrínseca, estarán sometidos al enjuiciamiento de los Jueces y Tribunales (art. 106 C.E.). Por lo dicho, tanto la existencia de la Comisión Interministerial, órgano de la Administración General del Estado, cualesquiera que fueren su composición y el nivel científico de sus miembros, como su función de establecer criterios de ámbito nacional con función directamente dirigida a proteger el medio ambiente y, en consecuencia con fuerza vinculante para las Comunidades Autónomas, no invaden sus competencias y respetan el orden constitucional de su distribución o reparto.
b) La catalogación de especies amenazadas (Capítulo Segundo, arts. 29 al 32). El R.D. 439/1990, de 30 de marzo.
25. El Catálogo Nacional de Especies Amenazadas, dependiente del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, aludido más atrás como factor desencadenante de la impugnación de un conjunto de preceptos, ha de ser analizado a la luz de su naturaleza jurídica en función de su contenido y de los efectos que produzca. En él «se incluirán las especies, subespecies y poblaciones clasificadas en las categorías ya conocidas sobre los datos que facilitarán las Comunidades Autónomas, determinándose así los animales y plantas cuya protección exija medidas específicas por parte de las Administraciones Públicas» (arts. 29, párrafo 1 y 30.1). Tal inclusión provoca necesariamente el establecimiento de regímenes específicos de protección ya aludidos más arriba, las prohibiciones también conocidas y en general las medidas específicas al respecto (arts. 26.2 y 4, 28.1 y 29). La descripción de las características de tal Catálogo pone de manifiesto por sí misma que se trata de un registro con una misión informativa pero cuyos asientos desencadenan algunos efectos jurídicos para las Comunidades Autónomas, a quienes se impone la obligación de transmitir los datos que obtengan de los particulares.
No se requiere excesiva argumentación para comprender que la necesidad de que existan ciertos registros o catálogos, la configuración de su contenido (datos inscribibles) y la determinación de su eficacia pueden ser tenidos sin dificultad por básicos como también la ordenación y regulación del servicio en sus líneas maestras. Por otra parte, es posible, desde la perspectiva del orden constitucional de competencias, que la Administración General del Estado establezca un registro único para todo el territorio español que centralice los datos sobre el sector con la doble función complementaria de información propia y publicidad para los demás. Por otra parte, la catalogación ha de conectarse con los Planes y viene también exigida por la normativa supranacional europea (Reglamento C.E. 3.626/82) y por la internacional (Convenios de Washington, 1973 y de Berna, 1979) para la protección de las especies amenazadas, por la índole de los peligros que sobre ellas se ciernen, más allá de las fronteras de cada país.
La inscripción registral que como premisa exige comprobar su conformidad con el grupo normativo correspondiente (legislación básica estatal y su desarrollo legislativo autonómico), y su reverso, la cancelación, alta y baja del Catálogo, son actos administrativos y, por tanto, típicamente ejecutivos (SSTC 203/1992 y 236/1991), que en este caso debe corresponder al Estado, para garantizar, con carácter complementario, la consecución de los fines inherentes a la regulación básica, excepcionalmente (SSTC 48/1988 y 329/1993), sin olvidar la exigencia constitucional de coordinar la actividad de las Administraciones públicas (art. 103 C.E.). En definitiva, es irreprochable el contenido sustantivo de los arts. 26, 28, 29, 30 y 31. Por otra parte, resulta evidente que las categorías mediante las cuales se clasifican las especies amenazadas tienen también tal condición para todos los Catálogos, tanto el Nacional como aquellos que pueda establecer en su respectivo ámbito territorial cada Comunidad Autónoma (art. 30.2), a quienes -por otra parte- se reconoce también la posibilidad de configurar otras categorías específicas, determinando las prohibiciones y actuaciones que se consideren necesarias para su preservación (art. 32). Queda claro, pues, que
ese carácter básico de las normas legales analizadas viene acompañado de un talante mínimo, predicable también del Real Decreto 439/1990, de 30 de marzo, que trae causa de aquéllas. En efecto, sus dos Anexos catalogan tan sólo las especies y subespecies en peligro de extinción y las consideradas de interés especial, sin desarrollar las otras dos categorías, sensibles y vulnerables, b) y c), contenidas en el art. 29 de la Ley.
c) La protección de las especies en relación con la caza y la pesca continental. Capítulo Tercero (arts. 33 y 34).
26. En este lugar, la Ley da un segundo quiebro, más acusado aún que el anterior, si bien lejanamente emparentado con él -la fauna y la flora-, pero con una dimensión muy distinta. La caza y la pesca son actividades tan antiguas como el hombre y con una repercusión que puede llegar a ser nefasta precisamente para las especies más apreciadas, algunas desaparecidas y otras al borde de la extinción, en las cuales ha primado siempre el ánimo de lucro, motor de su peligrosidad. Por lo dicho, con una concisión que pretende ser expresiva, tienen una influencia directa para la supervivencia de la fauna silvestre, como elemento del medio ambiente. Ello legitima la actuación estatal al respecto, dentro del marco estricto de su competencia sobre protección del medio ambiente que le es propia, la legislación básica, pero con una penetración menos extensa e intensa, nunca expansiva además, por topar frontalmente con la competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas sobre la materia (E.A. Andalucía, art. 13.18; E.A. Aragón, art. 35.12; E.A. Baleares, art. 10.17; E.A. Cataluña, art. 9.17; E.A. Castilla y León, art. 26.1.10.ª, E.A. Canarias, art. 29.4; E.A. Galicia, art. 27.15; E.A. País Vasco, art. 10.10), al amparo de la previsión constitucional que permite tal asunción de competencias sobre la pesca en aguas interiores, el marisqueo y la acuicultura, la caza y la pesca fluvial (art. 148.1.11.ª C.E.), ninguna de cuyas actividades puede encontrarse entre las que con carácter exclusivo corresponden al Estado, a quien sólo se le defiere la pesca marítima, (art. 149.1.19.ª). Se trata de un título radicalmente distinto del que respalda la Ley, sin darse entre ellos relación alguna de género y especie por estar en planos diferentes y, por ello, le queda vedado al Estado internarse en la regulación de tales actividades. Además, su consistencia se refuerza en muchos Estatutos de Autonomía (Asturias, Murcia, Extremadura, Castilla y León) por la extensión de la competencia exclusiva sobre esta actividad a su soporte topográfico en una perspectiva estructural propia de lo medioambiental, correspondiendo, pues, a las Comunidades Autónomas, por tal interconexión, «la función protectora de los ecosistemas en los que se desarrollen».
En su aspecto sustantivo, el art. 33, que encabeza el Capítulo Tercero de este Título IV, contiene la doble prohibición de que la caza y la pesca afecten a las especies catalogadas y de que su ejercicio respecto de las autorizadas «se regulará» de modo que queden garantizados su conservación y fomento, con una reserva de la competencia propia de las Comunidades Autónomas, a quienes se encomienda «la determinación de los terrenos y las aguas donde puedan realizarse tales actividades, así como las fechas hábiles para cada especie» y el establecimiento de «las normas y requisitos» para «el contenido y aprobación de los planes técnicos cinegéticos y acuícolas», que se acomodarán a los Planes de Ordenación de recursos de la zona cuando existan. Es notoria la correcta articulación de las competencias respectivas, una, la estatal, constreñida a lo básico, y otra, la autonómica, a la cual convienen las normas adicionales y, en su caso, el desarrollo legislativo para la protección del medio ambiente y, por supuesto, la regulación de la caza y de la pesca. No cabe reproche alguno en este punto.
Lo mismo ha de ser dicho del siguiente precepto -el art. 34- de la Ley, donde se establecen una serie de limitaciones, cuatro de las cuales guardan una cierta relación con el ejercicio de la caza y de la pesca, pero sin incidir en él directamente. Así ocurre cuando prohíbe «la tenencia, utilización y comercialización de los procedimientos masivos o no selectivos para la captura o muerte de animales, en particular venenos o trampas y de todos aquellos que puedan causar localmente la desaparición, o turbar gravemente la tranquilidad de las poblaciones de una especie», así como las de introducir -salvo autorización administrativa- «especies alóctonas o autóctonas» o reintroducir «las extinguidas, a fin de garantizar la conservación de la diversidad genética» [art. 34 a) y e) Ley 4/1989], cuya función protectora de estos protagonistas del medio ambiente no ofrece duda alguna. Respuesta positiva también en lo esencial, por dirigirse directamente a la misma finalidad tuitiva, merece el supuesto de la «comercialización en vivo o en muerto» de las especies que reglamentariamente se determinen, con una notoria dimensión supranacional. Este control de la comercialización tiene un carácter instrumental, pero con una relación directa, para la protección de aquellas especies cuyo precio en el mercado despierta la avidez y desencadena la agresividad, como ha sido el caso del marfil o las pieles, las grasas y otros productos, que han puesto en peligro al elefante, la ballena o el visón, sin olvidar la deforestación por mor de muy diversos factores. La legitimidad constitucional de esta norma legal se transmite, por las razones intrínsecas expuestas, a su desarrollo reglamentario contenido en el Real Decreto 1.118/1989, de 15 de septiembre, dictado precisamente como advierte su art. 1 al abrigo del art. 34 c) de la Ley, donde se determinan las especies comercializables y se dictan reglas al respecto.
Una relación más estrecha con la caza (aunque sin dejar por ello de ser medidas para la protección de las especies y, por ello, del medio ambiente), guardan la prohibición con carácter general de su ejercicio «durante las épocas de celo, reproducción y crianza, así como durante su trayecto de regreso hasta los lugares de cría en el caso de las especies migratorias», previsión genérica para proteger su supervivencia y por tanto básica en este ámbito. En la competencia estatal se inscribe también la posibilidad de «establecer moratorias temporales -expresión redundante- o prohibiciones especiales cuando razones de orden biológico lo aconsejen» [art. 34, d), l)], como previsión abstracta necesitada de desarrollo por quien sea competente para ello. A evitar la endogamia de las especies cinegéticas y salvaguardar la libre circulación de la fauna silvestre que no lo sea, tiende la recomendación contenida en el último apartado [art. 34, ap. f)] como condicionamiento de la regulación para construir los cercados y vallados de terrenos cinegéticos.
d) Las especies comercializables. El R.D. 1.118/1989, de 15 de septiembre.
27. La Disposición adicional cuarta del Real Decreto 1.118/1989 otorga el carácter de normativa básica estatal a cuatro de sus preceptos, contenidos en tres arts., al abrigo y como desarrollo del art. 34 c) de la Ley 4/1989. Dos de ellos permiten comercializar en todo el territorio nacional las especies que pueden cazarse o pescarse, incluidas en su único anexo, y sólo ellas (arts. 1 y 2. 1). Otro hace obligatoria la guía de circulación para el comercio interior de ejemplares vivos expedida por la Comunidad Autónoma de origen que lo comunicará a la de destino antes de su salida [art. 2.2 b)], mientras que en el caso de piezas muertas de las especies mencionadas en el anexo y procedentes de explotaciones industriales, la comercialización podrá realizarse durante cualquier época del año, pero marcándolas o precintándolas con una referencia indicadora donde conste la factoría y la fecha de su obtención (art. 4). Es clara su vinculación directa con la actividad tutelar propia del medio ambiente como título competencial, pues efectivamente responde al «propósito de garantizar la conservación de las especies autóctonas y la preservación de la diversidad genética», característica suficiente al respecto.
e) Las licencias de caza y pesca (art. 35.1 y 2).
28. Volviendo de nuevo a la Ley, de cuyo texto habíamos salido por un momento, resulta que, un poco más abajo, en el art. siguiente, el 35, el legislador rebasa las fronteras de la protección del medio ambiente para hacer una incursión prohibida constitucionalmente en el ámbito de la caza y de la pesca, título competencial exclusivo de las Comunidades Autonómas. No habría inconveniente alguno en admitir que la necesidad de contar con licencia para el ejercicio de estas actividades fuere una exigencia de carácter básico, por lo demás habitual a lo largo de su más que centenaria regulación en el plano de la legalidad, precisamente quizá por esa consideración que le es intrínseca en cualquier sistema de organización del Estado, centralizado o descentralizado. En un paso más, puede incluirse también en ese concepto nuclear, como requisito general y mínimo, ligado a la función tuitiva de las especies aprehendibles, vivas o muertas, que se pida como requisito previo una certificación del Registro Nacional de Infractores de Caza y Pesca, con la finalidad implícita de ponderar la peligrosidad de cada solicitante, deducida de sus eventuales antecedentes al respecto, que reflejan su manera de conducirse, su acatamiento a las leyes o su falta de escrúpulos.
Ahora bien, hasta ahí resulta permisible la incidencia o percusión transversal de lo medioambiental en este campo acotado de la caza y la pesca. Establecer un «examen de la aptitud» o idoneidad para comprobar «el conocimiento preciso de las materias relacionadas con dichas actividades, conforme a lo que reglamentariamente se determine» rebasa con mucho el alcance del título habilitante por afectar muy directamente a las actividades cinegéticas y acuícolas, con una leve, superficial e indirecta vinculación a la protección de las especies, vaciando el contenido de la competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas, sin interferencia estatal alguna. La sabiduría y la destreza del cazador o del pescador, siempre deseables como en cualquier otra tarea, no conducen a la conclusión patrocinada por el Abogado del Estado, pues su razonamiento es reversible si se piensa que en estas actividades, como en todas, la ciencia y la experiencia pueden resultar tan positivas como negativas, según fuere la condición moral y los propósitos de su poseedor. Por otra parte, limitar la validez de las licencias al «ámbito territorial de cada una de las Comunidades Autónomas» (art. 35.2 in fine) se sale lisa y llanamente de la materia que sirve de respaldo a esta Ley y se encuentra por tanto extramuros de la protección del medio ambiente.
f) El Censo Nacional y el Registro Nacional de Infractores (art. 35.3 y 4).
29. No repugna, en cambio, al esquema constitucional de distribución de competencias, la existencia de un Censo Nacional de Caza y Pesca y otro Registro también Nacional de Infractores (art. 35.3 y 4 de la Ley). El primero pretende cumplir una función informativa respecto de las poblaciones, capturas y evolución genética de las especies autorizadas, mientras en el segundo -con los efectos jurídicos inducidos que ya se han visto- habrán de incluirse los sancionados por virtud de infracciones de las normas reguladoras de tales actividades predadoras, por definición y según indica expresivamente su nombre, pero en ningún caso las tipificadas precisamente en esta Ley como peligrosas para el medio ambiente (art. 38) o en las normas adicionales o para su desarrollo que puedan dictar las Comunidades Autónomas. El Censo guarda una estrecha relación con la catalogación de las especies y el Registro con la peligrosidad comprobada de los cazadores y pescadores. Aquél tiene una utilidad preventiva o profiláctica para la conservación de los animales aprehendibles y el otro se encuadra en la función represiva de las actividades contrarias al medio ambiente, ambas amparadas por el concepto nuclear que ofrece el art. 45 de nuestra Constitución. En realidad, el Registro Nacional no es sino la suma de los autonómicos, la obligatoriedad de cuya llevanza ha de considerarse también básica por su finalidad no sólo ligada a la protección de la fauna sino por ser tan razonable como útil para ellas, una a una y en su conjunto, en las dos dimensiones de sus competencias, una compartida -el medio ambiente- y otra exclusiva, la caza y la pesca. En definitiva, la implantación de tales instrumentos informativos para todos, con un interés general indudable, no se inmiscuye en el ámbito reservado constitucionalmente a las Comunidades Autónomas.
g) Declaración de especies que pueden ser objeto de caza y pesca. El R. D. 1.095/1989, de 8 de septiembre.
30. En el Capítulo Tercero de la Ley, de cuyo contenido se ha hecho la disección analítica más arriba, busca cobijo y sostén el Real Decreto 1.095/1989, de 8 de septiembre, disposición emanada de la potestad reglamentaria del Gobierno de la Nación a la que, desde esa perspectiva estrictamente formal nada le puede ser reprochado, por quedar comprendida dentro del perímetro de la «legislación» en el sentido amplio configurado en la primera parte de esta Sentencia y con los condicionamientos allí expuestos, la comprobación de cuya presencia significa el enjuiciamiento del contenido. Desde el punto de vista de la titularidad de tal potestad, su ejercicio por el Gobierno de la Nación se ampara en la habilitación que contiene el art. 33.1 de la Ley. Ahora bien, esta norma no predetermina quién haya de ejercerla, si el Estado o las Comunidades Autónomas. Por ello, conviene al caso la observación de que materialmente el Real Decreto 1.095/1989 tiene por objeto de su regulación la caza y la pesca, según refleja su propia denominación, determinando qué se puede cazar o pescar, cómo y cuándo. Pues bien, desde su propia perspectiva, que es la importante aquí y ahora, no puede ser aceptado el carácter básico de los tres preceptos calificados como tales en la primera de sus disposiciones adicionales. En efecto, allí se dice que «tendrán el carácter normativo básico estatal» los arts. 1.1; 3.1 y 4.2, así como la Disposición adicional segunda.
En un análisis individualizado de cada uno de estos cuatro preceptos, por su orden, traigamos a colación el párrafo primero del art. 1, donde «en desarrollo de lo establecido en el art. 33.1 de la Ley 4/1989» se considera «objeto de caza o pesca las especies que se relacionan en los anexos I y II», relación que se superpone así al Catálogo de Especies Amenazadas cuya finalidad directa e inmediata es su protección y ese solapamiento se hace desde una perspectiva distinta, con una incidencia indirecta y sesgada. A contrario sensu las especies excluidas de ellos no pueden ser capturadas o muertas. Tal prohibición implícita y el inventario de la cual se infiere, chocan frontalmente con la competencia sobre la caza y la pesca que todas las Comunidades Autónomas tienen atribuida sin excepción alguna y, por tanto, carecen de la relación directa e inmediata con la protección del medio ambiente que está en la raíz de su calificación como básica. Lo serían las directrices para que pudieran ser confeccionadas las correspondientes relaciones pero no cuando se trata de una relación única estatal, con un contenido casuístico tan concreto como mudable según las circunstancias. Si es cierto que la calidad del medio ambiente será mayor cuanto más pobladas estén las tierras y las aguas de animales y peces (STC 80/1985) no lo es menos que tal razonamiento hasta tal extremo llevado conduciría al absurdo de extender la competencia del Estado para todo cuanto tuviera conexión de alguna manera con el soporte físico donde se desenvuelven y, en suma, a vaciar de contenido cualesquiera otras competencias autonómicas sobre aspectos particulares. Por otra parte, el art. 33.1 de la Ley, que se utiliza como respaldo, alude tan sólo a la forma de la disposición donde haya de hacerse la relación de piezas aprehensibles, que emanará de la potestad reglamentaria, sin predeterminar quién haya de ejercerla, por no ser monopolio estatal y corresponder también a los demás entes territoriales.
En el ámbito de la regulación de estas actividades predatorias, estableciendo el «cómo», la forma de practicarlas y sus límites, se mueve a su vez, el párrafo primero del art. 3 reenvía al Anexo con el fin de determinar los procedimientos masivos y no selectivos para la captura o muerte de animales. La relación de tales procedimientos prohibidos en el art. 34.a) de la Ley donde busca su respaldo o cobijo, según propia confesión, tiene una finalidad tuitiva y evidente en el ámbito del mapa de España y un talante abierto. Aun cuando no se trate de un repertorio cerrado y rígido, numerus clausus y admita por tanto la adición de otras modalidades análogas, si las hubiere, mediante normas autonómicas, no puede ser aceptada la calificación que se le da. No cabe negar tampoco que la protección del medio ambiente, incidiendo transversalmente en la caza y la pesca resulta prevalente en principio. Ahora bien, lo realmente básico materialmente, por su contenido genérico y mínimo, es tan sólo el precepto legal, preciso y esquemático, no el reglamentario, que por su casuismo se sale del marco de la protección de la fauna para invadir el campo de la caza.
Los dos últimos preceptos incluidos como básicos en la norma en tela de juicio aquí y ahora, que regulan el «cuándo» o elemento temporal de estas actividades, presentan características comunes y merecen idéntica respuesta. Uno de ellos, el art. 4.2, nos dice que se considerarán períodos de regreso hacia los lugares de reproducción de las especies cinegéticas migratorias los comprendidos entre el «1 de febrero y el 31 de mayo» y busca su respaldo en los arts. 33.2 y 34 b) de la Ley 4/1989. En la cuarta de sus Disposiciones adicionales alega tener la cobertura legal, a su vez, el mandato donde se contiene la previsión de que «el período hábil de caza de las aves acuáticas que establezcan las Comunidades Autónomas, no podrá dar comienzo antes del 15 de octubre de cada año» (Disposición adicional segunda). No puede ponerse en duda el carácter básico de la previsión de fases de veda durante las épocas de celo, reproducción y crianza de las especies, así como en el trayecto de su regreso a los lugares de reproducción de las migratorias, por su evidente finalidad protectora. También sería admisible que se fijara la duración mínima, según las especies y las características de cada zona o territorio, pero ha de negarse la calificación pretendida a la uniformidad de las fechas de principio y fin para esa diversidad en una España compleja también desde sus diferentes perspectivas peninsular e insular, seca o húmeda, orográficamente exasperada, hecha de meseta y costa, con climas variados e incluso microclimas coexistentes en territorios no muy extensos, donde puede pasarse del paisaje alpino al subtropical, del helecho a la guayaba en pocos kilómetros. En definitiva, la Disposición adicional primera del R.D. 1.095/1989 ha de reputarse viciada de incompetencia.
Ahora bien, en el plano de la constitucionalidad, dentro del cual hemos de movernos inexorablemente sin rebasar su perímetro, resulta indiferente en este proceso la impugnación del resto de los preceptos del Real Decreto 1.095/1989 que no sean los considerados básicos en su Disposición adicional primera, cuyo enjuiciamiento desde aquella perspectiva se ha hecho ya. La Comunidad Autónoma de Castilla y León pone en entredicho los arts. 4.1, 5.6 y 7, mientras que la de Aragón se enfrenta con el entero texto reglamentario, del cual sólo deja a salvo unos pocos (2 y 4.4 así como las Disposiciones derogatoria y finales). La única respuesta pertinente aquí y ahora aparece determinada por el dato de que la condición básica de una norma estatal, en este ámbito, se erige en presupuesto lógico de su aplicabilidad por las Comunidades Autónomas que tengan atribuidas competencias exclusivas al respecto y como la impugnación se formula, en la mayor parte de los casos, bajo la especie de que atentan al orden constitucional de distribución de competencias, carece de utilidad su enjuiciamiento en este proceso y en esta sede, que tampoco es la apropiada cuando se nos pide -en algún supuesto- un juicio de legalidad de esa norma reglamentaria.
H. La cooperación y la coordinación (Título V, art. 36).
31. El Título V de la Ley en tela de juicio, con un solo artículo, el 36, aparece dedicado, según reza su epígrafe, a la cooperación y la coordinación, que constituyen tanto una aspiración o un objetivo deseable a conseguir para prevenir interferencias como un resultado (STC 76/1983) en la parte en que tengan éxito. El principio de cooperación, que debe preceder al ejercicio respectivo de competencias compartidas por el Estado y las Comunidades Autónomas, permite que aquél arbitre mecanismos o cauces de colaboración mutua a fin de evitar interferencias y, en su caso, dispersión de esfuerzos e iniciativas perjudiciales para la finalidad prioritaria (STC 13/1988). A su vez, «la coordinación, como competencia estatal inherente, persigue la integración de la diversidad de las partes o subsistemas en el conjunto o sistema, evitando contradicciones o reduciendo disfunciones que, de subsistir, impedirían o dificultarían, respectivamente la realidad misma del sistema» y, por ello, su presupuesto lógico es la existencia de competencias autonómicas que deban ser coordinadas, pero con respeto absoluto a su contenido y evitando que la coordinación estatal se expanda hasta dejarlas vacías de contenido. Esta función instrumental consiste en fijar «medios y sistemas de relación que hagan posible la información recíproca, la homogeneidad técnica en muchos aspectos y la acción conjunta de las autoridades ... estatales y comunitarias en el ejercicio de sus respectivas competencias, de tal modo que se logre la integración de actos parciales» un conjunto unitario y operativo (SSTC 32/1983 y 144/1985), lo cual se conseguirá adoptando de las medidas necesarias y suficientes a tal fin (STC 111/1984), en general con carácter preventivo, entre las cuales cuentan aquellas donde se establezcan formas de relación entre las diversas Administraciones, a veces mediante un órgano cuya composición mixta las haga permanentes en torno a una mesa y otras por el mecanismo de normas básicas, vinculadas a la previsión de directrices comunes que hagan posible la actuación conjunta de las diversas Administraciones comprometidas (STC 133/1990 que transcribe en extracto la STC 45/1991). Bien es verdad que esto se fundamenta constitucionalmente en el marco de la planificación sectorial y al amparo del art. 149.1 13.ª C.E.
Pues bien, con tan loable propósito se crea la Comisión Nacional de Protección a la Naturaleza, como órgano consultivo y de cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas, no por cierto de éstas entre sí, para promover el logro de las finalidades establecidas en la Ley. La Comisión estará compuesta por un representante de cada Comunidad Autónoma y el Director del Instituto Nacional para la Conservación de la Naturaleza, quien ejercerá su presidencia, organismo autónomo de la Administración General del Estado. Existirán además dos Comités especializados, adscritos a aquélla, cuya composición no se dice, uno el de Espacios Naturales Protegidos y otro el de Flora y Fauna Silvestres.
La Comisión y sus dos Comités se configuran como órganos consultivos, calificación explícita de aquélla e inferible de su encuadramiento y atribuciones para los Comités, cuyo propósito consiste en promover el logro de las finalidades establecidas en la Ley y la cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas. El primero de los Comités tendrá la finalidad de favorecerla entre los órganos de representación (y) gestión (de) los diferentes espacios naturales protegidos, mientras que el otro habrá de coordinar todas las actuaciones en materia de flora y fauna silvestres y en particular las derivadas del cumplimiento de convenios internacionales y de la normativa comunitaria (europea). Las funciones, que se establecerán reglamentariamente, habrán de ser necesariamente de carácter asesor, sin ir más allá del dictamen. Así se induce de las dos que se concretan, una el examinar las propuestas que sus Comités especializados les eleven y otra el informe preceptivo sobre las directrices para la ordenación de los recursos naturales, cuya suerte va unida indisolublemente a la que hayan de correr aquéllas.
No haría falta, en principio, advertir que la cooperación, consistente en aunar esfuerzos, y la coordinación, cuya esencia es la unidad de actuaciones, no significan dirección o gestión, ni tampoco por tanto ejecución, por moverse en una dimensión formal, no material y en un plano horizontal, ajeno a cualquier tentación de jerarquía o verticalidad. La eficiencia o la eficacia exigible de la actividad administrativa conducen directamente a la coordinación como principio funcional y, por tanto, organizativo de las Administraciones públicas (arts. 31.2 y 103 C.E.). En tal aspecto, la necesidad de hacerlas realidad tiene carácter básico, que se contagia a los mecanismos configurados al efecto. Tal previsión, con una misión instrumental que no incide ni puede incidir directa e inmediatamente sobre la materia, protección del medio ambiente, a la que sin embargo sirve, permite en definitiva remitir a la potestad reglamentaria el señalamiento de las funciones o atribuciones de la Comisión (y de los Comités, aun cuando no se diga) sin que le repugne el ejercicio de la potestad reglamentaria del Gobierno de la Nación, cuya adecuación en definitiva a la Ley, entendida como aquí se explica, podrá y deberá ser controlada no sólo judicialmente, en la vía contencioso-administrativa, sino también en sede constitucional si eventualmente de que pudiera ser tachada de invadir la competencia material de las Comunidades Autónomas.
I) Infracciones y sanciones (Título VII, arts. 37 al 41)
32. La potestad sancionadora de las Administraciones públicas aparece conferida con carácter genérico para cualquier sector, pero también individualizada cuando del medio ambiente se trata (arts. 25.1 y 45.3 C.E.). La Ley 4/1989 cumple así el doble encargo constitucional y tipifica una serie de infracciones administrativas, todas y cada una de las cuales guardan una relación inmediata, directa y unívoca con el medio ambiente, cuyo fundamento es en unas el resultado dañoso y en otras el peligro de que ocurra, dentro de las cuales han de incluirse las aparentemente formales como la realización de ciertas actividades sin licencia o el incumplimiento de las condiciones concesionales o de requisitos legales (art. 38). No cabe negar a tal repertorio de comportamientos su carácter básico y, por otra parte, mínimo, ya que no excluye o impide la tipificación de otras conductas por las Comunidades Autónomas mediante normas adicionales y su actividad legiferante en desarrollo de la estatal, posibilidad que deja a salvo desde su principio el precepto en cuestión mediante la manida cláusula «sin perjuicio».
La misma respuesta conviene a los reproches que se dirigen a las sanciones cuya clasificación genérica, con la simétrica escala cuantitativa para las multas están necesitadas por sí mismas de un desarrollo legislativo a cargo de las Comunidades Autónomas. El principio de proporcionalidad que anima tal delimitación refleja, a su vez, la importancia que se reconoce a los distintos bienes o intereses jurídicamente protegidos y a la lesión de la cual puedan ser víctimas. Es en suma, una regla mínima, cuya modulación a través de las circunstancias modificativas de la responsabilidad queda en manos de los legisladores y administradores autonómicos para configurarlas en normas y aplicarlas al caso concreto, respectivamente. Por ello, hemos llegado en ocasiones anteriores a la doble conclusión de que tales límites máximos y mínimos de las sanciones no sólo pueden tener carácter básico (STC 227/1988) sino además que, por lo mismo, «no vacían de contenido la competencia legiferante al respecto» de las Comunidades Autónomas (STC 385/1993).
Por su parte, la calificación como muy graves de tres de las infracciones tipificadas en la propia Ley no rebasa el ámbito de lo básico, como también la determinación de ciertas sanciones accesorias, privativas de derechos, así como la posibilidad de utilizar multas coercitivas durante el tiempo necesario para obtener el cumplimiento de lo ordenado, con la fijación de un límite máximo (art. 39, 1, 2 y 4). El señalamiento de los plazos de prescripción de las infracciones, acomodados a su gravedad, conviene a la seguridad jurídica y, sobre todo, la uniformidad en esta materia procura la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales cuya garantía, en su dimensión normativa, sólo puede conseguirse mediante la regulación de sus condiciones básicas (art. 149.1.1.ª C.E.). La Ley, por omisión deliberada o inadvertida, deja en manos de las Comunidades Autónomas la determinación del tiempo necesario para que prescriban las sanciones, pecuniarias o restrictivas de derechos, una vez impuestas.
Una respuesta específica merece el párrafo tercero del mismo precepto, el art. 39. Corresponde a la potestad legislativa tipificar las infracciones y determinar las sanciones, cuya imposición es propia de la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas, inherente a la función ejecutiva. En tal sentido es acompañante y complemento de la «administración» en su acepción objetiva. No cabe desgajar ésta de aquélla. Pues bien, resulta claro entonces que si en esta materia de la protección del medio ambiente se distribuyen las tareas encomendando al Estado la regulación básica para que su desarrollo y ejecución se haga por las Comunidades Autónomas, corresponde a éstas la potestad de imponer las sanciones. En tal sentido es correcta la atribución implícita de tal potestad que contiene la frase inicial del párrafo tercero. También lo es, por razones análogas, el inciso final donde se reserva a la Administración Central la competencia «para la imposición de sanciones en aquellos supuestos en que la infracción administrativa haya recaído en ámbito y sobre materias de su competencia». Por ello, en la medida en que el Estado tenga competencia para gestionar los Parques Nacionales, según quedó dicho más arriba, esa norma no merecerá reproche constitucional alguno.
Como tampoco lo merece el párrafo quinto. «El Gobierno -dice- podrá, mediante Real Decreto, proceder a la actualización de las sanciones previstas en el apartado 1 de este artículo (39), teniendo en cuenta la variación de los índices de precios al consumo». La norma transcrita es razonable para agilizar la adecuación de las multas a la depreciación monetaria y contiene un criterio objetivo como factor para la determinación de la nueva cuantía, que en consecuencia no se deja al arbitrio ni a la discrecionalidad administrativa salvo en uno de sus aspectos, la oportunidad y conveniencia que nunca puede llevar a anticipar la actualización, aun cuando sí a demorarla. Por ello, no hay agravio alguno al principio de legalidad en el ámbito punitivo que configura nuestra Constitución en el art. 25.1, ya que el supuesto de incumplimiento funciona en favor o beneficio del presunto responsable por exigirlo así la propia condición de la materia. Por otra parte la disposición general en la cual se llevará a efecto sería fiscalizable directa o indirectamente, a través de los actos de aplicación, por la jurisdicción contencioso-administrativo, cuyas decisiones a su vez, si pusieren en riesgo o menoscabaren un derecho fundamental especialmente protegido, serán residenciables ante este Tribunal Constitucional en la vía de amparo.
J) Las subvenciones. Disposición adicional sexta.
33. Como subvenciones han de ser calificadas las «ayudas» en dinero aun cuando no se diga así, que el Estado podrá conceder «a las asociaciones sin ánimo de lucro, cuyo fin principal tenga por objeto la conservación de la Naturaleza, para la adquisición de terrenos o el establecimiento en ellos de derechos reales, que contribuyan al cumplimiento de las finalidades» de esta Ley. Otras ayudas se prevén también, en el segundo párrafo del mismo precepto. Aquí los beneficiarios habrán de ser «los titulares de terrenos o derechos reales para la realización de programas de conservación cuando dichos terrenos se hallen ubicados en espacios declarados protegidos, o para llevar a cabo los planes de recuperación y manejo de especies, o de conservación y protección del hábitat previstos en el art. 31», que hemos considerado básico más atrás (Disposición adicional sexta, 1 y 2). La subvención es una de las modalidades más frecuentes de la actividad de fomento, en su vertiente positiva, a guisa de estímulo y con un contenido económico (STC 237/1992). Su inclusión en los Presupuestos Generales del Estado les otorga una dimensión normativa dentro de una política general sobre el medio ambiente, sin que asignar fondos pueda encuadrarse en el concepto de gestión.
Ahora bien, la actuación estatal en este aspecto, con el respaldo antedicho, no podría ampararse nunca en la existencia de una «competencia subvencional», «diferenciada» y con soporte propio, secuela de la potestad financiera del Estado, ya que la disponibilidad del gasto público no configura en su favor un «título competencial autónomo que pueda desconocer, desplazar o limitar las competencias materiales que corresponden a las Comunidades Autónomas», según se advierte en nuestra STC 237/1992 que incorpora a su texto el de otras dos anteriores (SSTC 179/1985 y 96/1990). Antes al contrario, aquella actuación sólo se justifica cuando constitucionalmente, como en este caso, se han conferido al Estado competencias sobre la materia subvencionable o aquella actuación se encuadra en las facultades estatales de dirección y coordinación de la política en tal ámbito para coadyuvar al éxito de la finalidad prevista. Por tanto, si el Estado strictu sensu tiene una competencia sobre el medio ambiente, compartida con las Comunidades Autónomas, resultan admisibles, por su propio peso específico, tanto el primer párrafo de esta Disposición adicional como el segundo, sin que ello signifique privar a éstas de todo margen para desarrollar, en el sector subvencionado, una política propia orientada a la satisfacción de sus intereses peculiares.
FALLO
En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA,
Ha decidido
1.º Declarar la nulidad de la Disposición adicional quinta que contiene la Ley 4/1989, de 27 de marzo, de Conservación de los Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestre, en cuanto considera básicos sus arts. 21.3 y 4; 22.1 en la medida en que atribuye exclusivamente al Estado la gestión de los Parques Nacionales; y 35.1 y 2.
2.º Declarar la nulidad de la Disposición adicional primera del Real Decreto 1.095/1989, de 8 de septiembre, sobre declaración de especies que pueden ser objeto de caza y pesca con normas para su protección, en cuanto considera básicos los arts. 1.1, 3.1 y 4.2, y de la Disposición adicional segunda correspondiendo las competencias controvertidas a las Comunidades Autónomas de Aragón, Cantabria, Castilla y León, Cataluña, las Islas Baleares y del País Vasco.
3.º Desestimar en lo demás los recursos de inconstitucionalidad y los conflictos positivos de competencia, acumulados en este proceso.
Publíquese esta Sentencia en el «Boletín Oficial del Estado».
Dada en Madrid, a veintiséis de junio de mil novecientos noventa y cinco.-Firmado.-Alvaro Rodríguez Bereijo.-José Gabaldón López.-Fernando García-Mon y González Regueral.-Vicente Gimeno Sendra.-Rafael de Mendizábal Allende.-Julio Diego González Campos.-Pedro Cruz Villalón.-Carles Viver Pi-Sunyer.-Enrique Ruiz Vadillo.-Manuel Jiménez de Parga y Cabrera.-Javier Delgado Barrio.-Tomás S. Vives Antón.-Rubricados.
Voto particular que formula don Rafael de Mendizábal Allende, Magistrado de este Tribunal Constitucional, a la Sentencia que pone fin a los catorce procesos acumulados en uno sobre la constitucionalidad de la Ley de Espacios Naturales y los tres Reales Decretos, dictados para su desarrollo
Para llegar a buen puerto en el proceloso piélago donde se adentra y navega la Sentencia, eran posibles dos rumbos, uno inédito, el que propuse como Ponente y otro ya sabido y transitado que consiguió el voto mayoritario del colegio constitucional. Una vez enderezada la proa hacia cualquiera de ellos, la navegación resultaba fácil. La orientación determinaba inexorablemente las etapas y las arribadas, las consecuencias jurídicas, en fin. No hay dogmas en el mundo del Derecho, si es que los hay en cualquier otro, y nada más opuesto al talante judicial que el dogmatismo. Por ello, asumiendo sin reservas mentales pero a la vez sin compartir el planteamiento que se adoptó, no fue difícil construir la Sentencia. Con lo dicho pretendo explicar que, dados el punto de partida y la orientación, acepto las soluciones que se ofrecen en la Sentencia a la constelación de incógnitas suscitadas por los catorce procedimientos acumulados, cuyo sustrato conflictual tan evidente no oscurece en ningún momento la calidad intrínseca de la Ley y de los tres Reales Decretos en tela de juicio. Sin embargo, tampoco jugaría limpio si no expusiera, con el carácter testimonial de todo voto particular, mi opinión sobre la óptica que me parece preferible y las razones profundas de esa preferencia, con la esperanza de que algún día pueda prevalecer. Y dicho esto, sin más digresiones, paso a explicarlo.
1. Con todo el respeto que me merecen las opiniones ajenas y más si provienen de personas adornadas de ciencia, con la admiración que, muchas veces en público, he mostrado ante la ingente tarea cumplida en materia de libertades y derechos fundamentales por este Tribunal Constitucional, creo también y lo he dicho muchas veces, que nuestra doctrina sobre la distribución del orden constitucional de competencias carece de criterios sólidos que sirvan de guía, por haber rechazado una interpretación estrictamente jurídica -con todos sus mimbres, gramatical, histórico, sistemático y finalistaque hubiera dado la exacta respuesta. Por ello, pienso que es necesario un replanteamiento con directrices nítidas, fronteras jurídicas bien trazadas, poco mudables y un talante nada propicio al centralismo, sin poso alguno de desconfianza hacia los entes territoriales que componen España y son Estado también. En el primer proyecto de Sentencia sobre esta Ley de espacios naturales que presenté al Pleno, pretendí deslindar las competencias respectivas con unos mojones visibles y un corte limpio y claro, sin zonas de penumbra, que ahora mantengo como opinión disidente en la perspectiva. Vaya por delante que la discrepancia se limita a lo dialéctico, con la conciencia plena de que al Derecho le es inherente el principio de indeterminación, predicado para la Física por Heisenberg o la relatividad einsteiniana, en función de dos dimensiones equivalentes, el tiempo y el espacio.
2. Pues bien, comenzando la andadura del camino que para la interpretación de las normas marca el Código civil (art. 3.1), que no es sino la condensación de reglas inventadas o encontradas, lo mismo da, a lo largo de dos milenios de actividad jurisprudencial, hemos de acudir ante todo al elemento semántico. Un jurista tan riguroso como Otto Gierke reconoció que la palabra es la carne y la sangre de la jurisprudencia. Aquí, en el tema que me ha preocupado y me sigue ocupando, la palabra desempeña un papel protagonista y es el norte infalible para la orientación del razonamiento jurídico. Si la ley es lo que se lee, hay que leer, porque la gramática también tiene sus leyes. Si el legislador utiliza palabras y expresiones distintas para cada caso, no sinónimas, en atención al contenido de lo regulado y cuyo significado se hace más comprensible y, a la vez, lo hace más comprensible, no resulta correcto jurídicamente forzar una sinonimia que además no es prudente en su dimensión política profunda, distorsionando el planteamiento constitucional. En nuestra STC 149/1991 se reconoce, como no podía ser menos, que la Constitución no utiliza en este, como en otros lugares, el concepto de bases, sino el de legislación básica, expresión que ofrece «una peculiariedad que no puede ser desdeñada a la hora de establecer su significado preciso». Sin embargo, la desdeña y no obtiene de esa diferencia expresiva ninguna conclusión acorde con ella, sino más bien antitética. Algo de eso ocurre en esta Sentencia de la que ahora disiento, pero aunque siga en cierto modo las pautas ya marcadas por la anterior, restringe su alcance en la forma y medida que ella misma explica, así como su ámbito expansivo, con un golpe de timón expreso y explícito, expuesto muy claramente, que constituye un auténtico «overruling».
Las dos expresiones más arriba indicadas contienen una referencia común, pero no tienen un significado idéntico. Efectivamente, la base es el soporte principal donde algo descansa o se apoya y, en consecuencia, su contenido mira siempre a lo esencial y permanente de la regulación, excluyendo así lo circunstancial y coyuntural, fenoménico en suma, propio de su desarrollo. Para decirlo con pocas palabras, en las «bases» predomina su dimensión material y en la «legislación básica» el aspecto formal, añadido al anterior, que además se potencia cuando las Comunidades Autónomas tienen conferidos el desarrollo legislativo y la ejecución en la materia de que se trate, como es el caso de la protección del medio ambiente. Desde tal perspectiva conviene matizar la doctrina constitucional al respecto: «Estas bases han de ser en principio normas legales, orgánicas rara vez y ordinarias en su mayor parte, pero también -en su casoreglamentarias, en uso de la potestad que al Gobierno de la Nación otorga el art. 97 de la Constitución». Sin embargo, el contenido esencialmente normativo de tales «bases» no significa que no quepa otro tipo de actuaciones y en tal sentido pueden quedar comprendidos en su ámbito los actos ejecutivos, actos administrativos singulares, en cuanto resulten necesarios para la preservación de lo básico o para garantizar, con carácter complementario, la consecución de los fines inherentes a la regulación básica (STC 135/1992). Tal doctrina que nació y se ha desarrollado en el campo de la política económica, donde tiene sentido que el Estado ejerza un papel preponderante para crear un mercado único en el territorio nacional, pierde toda justificación cuando se pretende extender a la protección del medio ambiente (por ejemplo, STC 329/1993), actividad tan pegada al suelo, primaria y telúrica, que se mueve no de arriba hacia abajo, como aquélla, sino de abajo hacia arriba, como el urbanismo, pariente muy próximo, en función del principio de subsidiariedad. La cadena empieza en el individuo para seguir por el municipio, la Comunidad Autónoma, el Estado y la Unión Europea en nuestro caso, hasta adquirir dimensión mundial.
Ahora bien, la legislación básica es otra cosa, un concepto afín pero distinto, que incorpora un ingrediente más, pues en ella las «bases», componente necesario pero no suficiente, han de aparecer revestidas de un ropaje formal, destacando así, en definitiva, a un primer plano, su exteriorización normativa. Esta diferencia no es meramente retórica y responde no sólo a la naturaleza de la materia, según se dijo más arriba, sino también a una indagación funcional y, en suma, teleológica, si se tiene en cuenta que al Estado se le encomienda esa formulación legal de lo básico, mientras que corresponde a las Comunidades Autónomas sin distinción alguna entre ellas la posibilidad de dictar «normas adicionales» y la carga competencial del desarrollo de la legislación básica estatal y de la suya propia, mediante sus potestades legiferante y reglamentaria. El juego conjunto de las normas constitucionales y estatutarias al respecto pone de manifiesto lo antedicho. En fin, legislación en este lugar, como en otros -art. 25.1 C.E.- de la Constitución conlleva necesaria e ineludiblemente el rango legal para dar forma (y servir de límite) a la intervención estatal y configura, por tanto, un espacio acotado al respecto -nunca más apropiada la metáfora-, una reserva de Ley en el lenguaje jurídico.
3. Este patrón, cortado a la medida del caso concreto que se enjuicia aquí y ahora, despeja de un solo golpe un abanico de incógnitas, algunas en la propia Ley y otras en los tres Reales Decretos que han suscitado los conflictos de competencia. Por de pronto deja a la intemperie, sin abrigo alguno, a esas tres disposiciones generales sin rango legal y con naturaleza reglamentaria, como también otras que se enmascaran en la propia Ley (directrices, criterios, medidas), más la Disposición final segunda de aquélla, donde se encarga al Gobierno que por medio del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación o de los demás «en cada caso competentes» pueda dictar las disposiciones reglamentarias precisas «para el desarrollo y ejecución de esta Ley», si es el primero de los arriba citados, o «para dar cumplimiento a lo previsto» en ella, si se trata de los otros. Por idéntica razón, quedan sin cobertura alguna las disposiciones simétricas de los Reales Decretos que, a su vez, delegan en manos del Ministro del ramo la potestad de dictar dentro del ámbito de sus competencias «las normas y actos necesarios para el desarrollo y aplicación» de la Ley (Reales Decretos 1.095/1989 y 1.118/1989, Disposiciones finales primera de cada uno de ellos).
Caen también por su propio peso, según se anunció, las directrices para la ordenación de los recursos naturales (art. 8 de la Ley impugnada) cuya elaboración se defiere a la potestad reglamentaria del Gobierno de la Nación, aun cuando se haga por inferencia y no explícitamente, ya que a ellas habrán de ajustarse, en todo caso, los Planes de Ordenación de las Comunidades Autónomas. Su contenido habría de consistir en el establecimiento y definición de criterios y normas generales con un sedicente «carácter básico» que se les concede a priori y sin saber si materialmente lo serán, con una clarividencia admirable, para regular la gestión y uso de los recursos naturales, eso sí -bastaría más- de acuerdo con lo establecido en la Ley. La propia formulación del precepto lo condena, pues pone de manifiesto que, rebasando con creces el perímetro de lo esencial o básico, también apriorísticamente, no podrían ser otra cosa que «normas adicionales» para desarrollo de los preceptos legales de los cuales traigan causa, condicionando además la «gestión», vale decir la ejecución. Se conculcan así las dos atribuciones que con carácter exclusivo corresponden a las Comunidades Autónomas, invadiendo el ámbito de su competencia. Por ello, el precepto resulta contrario a la Constitución y le conviene la declaración de nulidad.
La misma naturaleza reglamentaria por su autor, la Administración General del Estado, y por su contenido es predicable del Inventario Nacional de Zonas Húmedas (art. 25 de la Ley), del Catálogo Nacional de Especies Amenazadas (art. 30.1), a cargo del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (art. 30.1) y de los «criterios» que fije la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología para autorizar con fines de investigación ciertas actividades prohibidas en principio (art. 28.4). Entra en lo básico la necesidad de que existan inventarios, catálogos o criterios, prefigurando las categorías o grupos para la clasificación y los principios taxonómicos, como también establecer los efectos jurídicos de la inscripción, pero no la exigencia injustificada de que tengan ámbito nacional y se elaboren por órganos estatales. La coordinación, siempre deseable y benéfica, no es título habilitante de la competencia del Estado y puede ser conseguida mediante esquemas orgánicos y funcionales de corte horizontal, en pie de igualdad y hasta con talante convencional o negociador, sin implicar necesariamente una posición de supremacía vertical ni menos aun, mover ascensionalmente y en realidad crear ex nihilo competencias que la Constitución empieza por negar taxativamente. Lo dicho significa lisa y llanamente la inconstitucionalidad de los preceptos de la Ley más arriba reseñados y del Real Decreto 439/1990, de 30 de marzo, donde se contiene y regula el Catálogo General de Especies Amenazadas, por razón distinta de la meramente formal indicada más arriba.
Como consecuencia de cuanto viene diciéndose, en función del principio sentado para delimitar las competencias del Estado y de las Comunidades Autónomas dentro de la materia, carecen también de cobertura constitucional las referencias que los arts. 33.1 y 34 c) de la Ley contienen a la potestad reglamentaria para la determinación de las especies cazables o pescables o para su comercialización, como propia de las Comunidades Autónomas no sólo en materia de protección del medio ambiente sino de caza y pesca. El Real Decreto 1.095/1989, donde se incluyen las especies constituye el «desarrollo» de aquel primer precepto legal, alcanzándole de lleno por consiguiente el reproche de incompetencia con la máxima intensidad, no sólo en virtud del criterio formal explicado, bastante por sí mismo, sino también por razones materiales, que se explican en la Sentencia. Determinar lo que no puede ser cazado o pescado carece de sustancia básica, por casuística y coyuntural. Lo serían, en su caso, las normas que configurasen las características para justificar tales prohibiciones. Por otra parte determinar lo que sí puede ser cazado o pescado por una disposición reglamentaria estatal invade
notoriamente las competencias autonómicas, exclusivas, en materia de caza y pesca. Lo mismo acontece, con los demás preceptos impugnados, que son desarrollo ultra vires del art. 34 de la Ley. En definitiva, es clara la nulidad de la entera Disposición adicional primera de este Real Decreto. Otro tanto, cabe decir, sin más, del 1.118/1989, donde se contienen por remisión al anexo las especies comercializables, con normas al respecto, cuyo art. 1 se autodeclara desarrollo del art. 34 c) de la Ley 4/1989. Siendo idéntica la tacha, idéntica ha de ser la conclusión.
Nada habría que objetar, en principio, a la existencia de la Comisión Nacional de Protección de la Naturaleza ni del Comité de Flora y Fauna Silvestres, órganos de la Administración General del Estado para una materia en la cual carece de atribuciones ejecutivas y reglamentarias, siempre que sus funciones se acomodaran al perfil constitucional. No ocurre así desde el momento en que una de ellas consistirá en «informar preceptivamente las directrices para la ordenación de los recursos naturales» (art. 36.3), participando así en el ejercicio de una potestad reglamentaria vedada al Estado, como se ha dicho más arriba, mientras que para los dos Comités adscritos se prevén atribuciones para la cooperación y coordinación y para el cumplimiento de convenios internacionales y de la normativa comunitaria, ejecutivas en su mayor parte y en lo que no lo fueren ultra vires, por corresponder también el desarrollo y ejecución de las normas internas y supranacionales a quien tenga competencia sobre la materia, en este caso las Comunidades Autónomas.
He dejado deliberadamente para el final una cuestión transcendente, en la cual el rango reglamentario desborda además sus propios límites. La Constitución no veda la viabilidad de un plan nacional para la ordenación de los recursos naturales, a imagen y semejanza del urbanístico, obra de los Cuerpos colegisladores (art. 112 T.R.L.S.), cuyo carácter básico dependería de que lo fueran los criterios utilizados. Sí veda, en cambio, que su equivalente material emane de la potestad reglamentaria, haciendo imposible además una de las facetas del principio de legalidad, el escalonamiento gradual de las normas según el rango de su autor. En efecto, las Directrices para la Ordenación de los Recursos Naturales se sitúan materialmente en un escalón superior a los Planes homónimos, que pueden tener como ámbito espacial una zona concreta o el territorio entero, por qué no, de la Comunidad correspondiente. Son el vértice de la estructura piramidal que termina, por abajo en los Planes Rectores de Uso y Gestión de los Parques Naturales (art. 15). Si se observa que la planificación ecológica es «un límite para cualesquiera otros instrumentos de ordenación territorial y física» (art. 5.2) y prevalece sobre la urbanística (arts. 5.2 y 19.2 de la Ley), no resulta difícil comprender que la categoría de tales Directrices habría de ser simétrica de la exigible para el Plan Nacional de Ordenación que prevé la Ley del Suelo. Por ello, el art. 8 de ésta que ahora enjuicia contradice el sistema de fuentes y el principio de jerarquía normativa (art. 9.3 C.E.), incurriendo así en una patente inconstitucionalidad.
4. Otros muchos ejemplos de índole análoga y en la misma línea discursiva podrían aducirse, pero en este lugar basten los botones de muestra seleccionados, sin necesidad de agotar el repertorio, como habría que hacerlo si esto fuera la Sentencia y no una mera opinión disidente. Ahora bien, no quedaría completo mi pensamiento si no trajera a capítulo la función ejecutiva de la legislación básica, o no, sobre la materia. Si en el engranaje de las atribuciones normativas del Estado y de las Comunidades Autónomas pudiera crearse alguna zona en sombra o algún problema de límites, no ocurre lo mismo tratándose de la «ejecución» de lo legislado, que corresponde en principio a éstas o, para decirlo en otras palabras, con relevancia jurídica clarificadora, de la que está desprovisto absolutamente el Estado, salvo casos de necesidad y urgencia, vinculados a su competencia residual (art. 149.3 C.E.) y no a la protección del medio ambiente. La ejecución, que consiste en llevar a efecto algo, se solapa a la gestión, cuyo meollo consiste en hacer lo necesario para conseguir un fin determinado y a la administración, actividad directiva pero medial e instrumental, con una vertiente económica muy acusada. Todas ellas, utilizadas indistintamente como sinónimas en los Estatutos de Autonomía, son el contenido de potestades públicas, cuyo ejercicio se lleva a cabo habitualmente por actuaciones singulares en sí mismas, aun cuando puedan afectar a una pluralidad de personas, sin que importe tanto la vestidura formal como la sustancia de lo que se hace.
En ella ha de encuadrarse la declaración de que un concreto espacio natural merece la protección prevista constitucionalmente, que se regula en la Ley. Esa declaración consiste, ante todo, en comprobar las características concretas de un terreno determinado para calificarlo en su caso como una de las cuatro modalidades de los espacios naturales protegidos, mediante la subsunción de las circunstancias de hecho en la norma configuradora del concepto jurídico. Consiste, pues, en la aplicación de ésta, individualizándola y, por tanto, es un acto materialmente administrativo, acto de ejecución en suma. En tal sentido parece correcto el principio del cual parte la Ley, donde se dice al respecto que la declaración y gestión de los Parques, Reservas Naturales, Monumentos Naturales y Paisajes Protegidos corresponderá a las Comunidades Autónomas en cuyo ámbito territorial se encuentren (art. 21.1). Esa competencia es absoluta e inderogable por razón del objeto, el espacio natural, cualesquiera que fueren sus características. En consecuencia, no pueden ser despojadas de ella sus titulares, desplazándola al Estado, en virtud de la situación (zona marítimo-terrestre), de la supraterritorialidad (espacios que rebasen los bordes de una Comunidad) o del interés general, que no es monopolio de ninguna Administración pública (Parques Nacionales). La Sentencia restituye in integrum a sus legítimos propietarios esa competencia confiscada en los dos primeros casos, pero se detiene con timidez ante el último, sin atreverse a negársela al Estado, a quien tampoco se despoja totalmente de la gestión de tales Parques, aunque se le vede la exclusividad, exigiendo la coparticipación de las Comunidades Autónomas.
5. En definitiva, y para no hacer más largo el cuento, estoy conforme con la parte dispositiva de la Sentencia, aun cuando me sepa a poco y me resulte insuficiente, como lo estoy con los razonamientos que han conducido a ella, por su coherencia con el punto de arranque y el rumbo elegidos.
Madrid, a veintiocho de junio de mil novecientos noventa y cinco.-Firmado.-Rafael de Mendizábal Allende.-Rubricado.
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